Por:
Aquiles Córdova Morán
La democracia absoluta, como quiera que se la entienda, es imposible porque es incompatible con la existencia misma de gobierno. Todo aparato del gobierno es, por definición, la “representación de la sociedad”, la cual, según reza la teoría, delega en él todo el poder necesario para tomar las decisiones fundamentales que garanticen la existencia y el funcionamiento del sistema socioeconómico en su conjunto. El poder, pues, la capacidad indiscutida del aparato de gobierno para tomar las decisiones políticas y económicas fundamentales y para hacerlas cumplir por el resto de los ciudadanos (sean en su favor o en su contra) constituye la esencia misma, la razón última y primera, de ese mismo aparato de gobierno. No es posible, pues, un Estado en el que existan, al mismo tiempo, un verdadero gobierno y una “democracia plena”, es decir, una distribución igualitaria del poder entre todos los ciudadanos, pues esto último implicaría, necesariamente: la negación misma del gobierno, significaría despojarlo de su más íntima razón de ser.
Un país con un gobierno que no mande, que se concrete a aplicar las directrices de la ciudadanía (tomadas y transmitidas por no se sabe qué mecanismos infalibles y misteriosos), “coordinar” las acciones de los demás, es una redonda utopía que sólo cabe en la cabeza de ciertos “revolucionarios” y de ciertos “izquierdistas”, trasnochados, poco acostumbrados a meditar en serio lo que dicen. La democracia, digan lo que digan sus modernos maquilladores e incondicionales glorificadores, no es, y no puede ser otra cosa, más que un mecanismo para legitimar a los órganos de gobierno en general; no es, en contra de lo que difunden sus ultramodernos e interesados panegiristas, un recurso para el ejercicio de la soberanía popular sino, precisamente, para la abdicación de la misma en favor de unos cuantos “elegidos”, los cuales, a partir del momento mismo de su elección, se transforman, como por arte de magia, en los dueños absolutos de las vidas y las haciendas de sus incautos electores. La tarea primordial de todo gobierno constituido, cualesquiera que haya sido el camino de su ascenso al poder, es la conservación del mismo a como dé lugar.
Por eso, la democracia es siempre, fatalmente, un simple mecanismo formal para la retención “legal” del poder, y no el paraíso que nos cuentan y nos prometen quienes ven en ella un posible camino para su propio ascenso y coronación. La democracia es un método para elegir gobierno, y todo gobierno es, por esencia, la negación de la verdadera democracia, es decir, del auténtico poder del pueblo. Esto ya lo sabían los anarquistas y por eso, más consecuentes que los actuales “independientes”, acuñaron como divisa la negación de todo gobierno para que haya verdadera democracia, pues es necesario que deje de existir el gobierno, pero entonces puesto que ya no habría necesidad de elegir nada, tampoco sería necesaria la democracia. La verdad científica en este punto es, entonces, que la democracia absoluta está condenada a no existir nunca.
Ningún luchador serio, en consecuencia, y menos el pueblo trabajador en su conjunto, se puede plantear como meta de su acción política una quimera, una utopía, como es la “democratización plena del país”. Partiendo de la verdad evidente de que la humanidad en su conjunto aún no ha podido -ni sabido quizás- crear las condiciones materiales para la desaparición de todo poder opresor exterior al hombre, de todo gobierno de clase, restrictivo por tanto de los derechos y las aspiraciones de la inmensa mayoría de la humanidad que somos los trabajadores; en síntesis, reconociendo como inevitable y hasta necesaria, hoy por hoy, la existencia del gobierno, la meta realista, urgente e inmediata de los oprimidos, de los trabajadores en general, no puede ser otra que la creación de un escudo, de una defensa eficaz en contra de los abusos, las exigencias desmedidas y la presión política, económica y legal de ese poder inevitable que es el gobierno.
La propia teoría burguesa del Estado, consciente quizás de la gran indefensión de las masas populares ante el tremendo poder concentrado en mano del gobierno creó, y ha seguido “perfeccionando” a través de sus ideólogos, la teoría de los “contrapesos”, de los recursos legales y políticos para contrarrestar, en parte cuando menos, la acción unilateral del poder público. Tal es el origen de la famosa división de poderes ideada por Montesquieu.
Sin embargo, es la propia experiencia histórica de la sociedad quien se ha encargado de demostrar la nulidad de dichos intentos. A estas fechas es ya más que evidente que, por más vueltas que se le den a la teoría, por más retoques que se le den al cuadro, el aparato de poder no puede autocontrolarse, ponerle el mismo, por su sola voluntad, límites a su propio poder. Es necesario, para que cuando menos los intentos de tal control sean auténticos, que la iniciativa esté en manos de los directamente afectados, es decir, en manos del pueblo.
De aquí resulta que la única fuerza realmente democrática, realmente capaz de frenar los abusos del poder y de defender a toda costa los intereses de los humildes, de los campesinos, de los obreros y del pueblo en general, es, justamente, ese mismo pueblo, organizado y concientizado para el desempeño de semejante tarea. Por eso en la coyuntura actual del país, la tarea verdaderamente progresista y revolucionaria consiste en llamar al pueblo una y otra vez, sin descanso, predicando con la palabra y con el ejemplo, a organizarse, a unir fuerzas con sus iguales, para la defensa de su vida y de sus intereses. Bien entendido, además, de que la organización profunda y consciente de las masas, es, ha sido y será siempre, el primer paso en serio para hacer girar, una vuelta más, la rueda de la historia.