A QUIET PLACE

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Por: Sergio Bustamante.

 

En el punto más álgido de la polémica (¿necesaria?) Cannes-Netflix, la cartelera internacional exhibe con éxito tanto de crítica como taquilla, A Quiet Place (Un Lugar en Silencio, 2018), un filme que favorece la experiencia del cine dentro de una sala o teatro y que, en su sencillo pero sólido planteamiento, demuestra que el formato y sus códigos aún pueden tener larga vida.

Mejor aún, John Krasinski, su director y co-guionista (Bryan Woods y Scott Beck completan la autoría), no busca el hilo negro dentro del género de horror ni tampoco entrega una pretenciosa, épica o über estética que atraiga más por su envoltura que por la sustancia, sino que alineado a los preceptos de la serie B aunque con mayor convicción, presupuesto y hasta disciplina, logra una cinta redonda que erige naturalmente su identidad y justifica con creces su efectismo.

Apenas dos años atrás y en un ardid casi idéntico, Fede Alvarez había hecho de Don’t Breathe (2016), un prodigio del suspenso cuya premisa (dos jóvenes encerrados en una casa como víctimas de un viejo ciego pero con un oído superlativo) se sostenía en el viejo truco del ruido como elemento de peligro, algo que el género ha explotado incontables ocasiones sin que necesariamente tenga que ser el centro de la trama. No lo fue, de hecho, en Don’t Breath. Y si bien lo es inicialmente en A Quiet Place, las inquietudes temáticas de Krasinski son mayores, incluyendo la posibilidad de, en un giro que bebe de la mejor fantasía, deconstruir su propia fórmula. Es decir, hay una ambición respaldada.

El mundo como lo conocemos ha terminado. Una invasión alienígena (no explicada pero sí confirmada por el mismo director) de monstruos ciegos pero con un sentido auditivo fuera de este mundo (pun intended) extermina cualquier humano o vida al mínimo dejo de sonido. En este contexto distópico (notable diseño de producción de Jeffrey Beecroft), una familia está asentada en el bosque y se protegen siguiendo una serie de estrictas reglas (impuestas por el padre) y rutinas que la trama nos irá mostrados son esenciales para la supervivencia.

A partir de aquí los caminos que ofrece el planteamiento pueden no ser originales y en cambio sí tentativos para el sci-fi de acción tantas veces visto. Krasinski, conciente de ello, opta mejor por construir un elaborado ejercicio de suspenso que se basa en su principal amenaza: el ruido.

Así, lo que la cinta comienza a desplegar no son explicaciones, sino un desarrollo dramático donde el núcleo familiar describe de diferentes formas una misma percepción de peligro. El padre sobreprotector (interpretado por el mismo Krasinski), el pequeño hijo temeroso y la adolescente sordomuda (asombrosa Millicent Simmonds) que no supera la muerte del más chico de los hermanos, la cual se nos presenta en el tremendo prólogo de la película. Personalidades opuestas que discuten y deben convivir en un mismo (y reducido) espacio post apocalíptico tal como nos enseñó la escuela de George Romero (se reitera el saludo a la serie B).

Pero ojo: la cinta no busca un comentario social (aunque la figura paterna ciertamente puede ser el debate de esa Norteamérica de la prevención militar) ni tampoco una solución armada o la entrada de un deus ex machina. Mantiene su escala y la progresión nos lleva hacia otro tipo de plot point por demás desafiante. Sucede que la madre (Emily Blunt, como siempre notable) tiene un embarazo en etapa final, y si hasta ahora hemos vivido la tensión y el miedo de estos protagonistas a siquiera accidentalmente hacer un sonido, la pregunta es cómo conllevarán el alto riesgo que representa un bebé en este mundo donde un llanto se traduce en condena de muerte.

Si A Quiet Place había navegado exitosamente en las aguas de la escuela “Hitchcockniana” determinando la construcción del suspenso de acuerdo a la serie de elementos como el sonido o la ausencia de sin que necesariamente ocurra una desgracia (¿recuerdan ese memorable final de The Birds?), ahora es que la cinta retribuye primero en una escena pre-parto de manufactura simplemente virtuosa, con reverencias a la interpretación de Blunt. Y segundo, con un clímax que no desentona todo lo que tan inteligentemente había propuesto.

Y he ahí una de los mejores aciertos de Krasinski y compañía: dosificar los significados y la información. Los apuntes que va dejando cada escena, cada acto de amor, de educación, de reprimendas, de dulzura y de enseñanzas, no fueron un artificio gratuito de drama, sino el componente de un tercer acto sublime que puede incluso resultar contradictorio (a forma de acierto) para la forma cómo se consume hoy día este subgénero.

Y sí, la referencia directa (o moderna al menos) es M. Night Shyamalan, pero A Quiet Place sortea bien esa vena gracias a que no teme echar todo al asador iniciada su segunda mitad, y también a que sus influencias no se reducen a lo descrito.

Enfila alto y obtiene su cometido porque en su discreto perfil esconde otro ADN. ¿Paternidades conflictivas? ¿niños con dejos de coming of age? ¿drama familiar? ¿aspectos fantásticos? ¿desenlace emotivo? ¿complacencia y honestidad?… No es ninguna casualidad que Spielberg salga a relucir justo en una cinta que no se vería (ni se verá) igual fuera de una sala de cine.

Estamos pues ante una película mayor.

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