ADOLFO Y LA CIUDAD DE MÉXICO

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wpid-logo-direcciones-195x110.jpgPor: Luis Villegas Montes

 El fin de semana pasado fuimos a la flamante Ciudad de México el susodicho Adolfo y quien esto escribe.

Mis lectores, ese género floreciente que ya ronda la cincuentena, saben perfectamente quién es Adolfo: Mi hijo menor, ése de quien les conté hace poco que estábamos muy contentos porque nada más reprobó dos materias.

Pues resulta que Adolfo estuvo dando la lata con que fuéramos a la Ciudad de México y en la primera oportunidad, precisamente este fin de semana, fuimos. Aunque las opiniones están divididas (entre quienes le mientan a su jefecita al ídem de Gobierno de por allá todos los días y los que se la mientan nada más cuando “no les toca”), lo cierto es que el “Hoy no Circula” doble sí se nota.

Conste que no me refiero al aire que se respira, sino a la densidad del tráfico.

Estuvimos tres días y no vimos ni fuimos víctimas de esa saturación de automóviles a la que México nos tiene tan acostumbrados. Esas calles anchísimas que parecían estacionamientos, son ahora ágiles rutas de flujo vehicular y por fin sirven para lo que deben de servir y no para desesperarnos y hacer que nos mordamos los nudillos de impotencia o de rabia porque dilatas 40 minutos en darle la vuelta a la manzana.

Adolfo y yo anduvimos en Metrobús, en taxi, en la camioneta de Lily (mi sobrina) y “a pata” y luego de muchos años de pensármelo creo que sí, efectivamente, México es una delicia para los sentidos sin esas hordas de cafres que lo poblaban todo con su ruido incesante y su negro esmog.

Nuestra actividad allá consistió básicamente en dos tareas: Ir al teatro y buscar libros. La primera, un éxito; la segunda, un fracaso total… bueno, un semifracaso.

Al teatro fuimos de viernes a domingo; en alguna ocasión, hasta dos veces el mismo día; y en otra, en compañía de Abril, una amiga de Adolfo, quien iba a ser protagonista de estas líneas (la reflexión se iba a llamar: “Abril en ídem”) pero Adolfo tajantemente me lo prohibió.

El asunto de los libros ya es otro cantar. Adolfo se entusiasmó con “Dragón Rojo” (yo tengo la culpa por hocicón), de Thomas Harris y aquello fue patear de norte a sur y de este a oeste la urbe entera buscándolo. Aquí ya habíamos hecho el intento; incluso en la Bodega del Libro hicimos el pedido y dimos un anticipo. Dos meses después nos devolvieron el dinero porque no lo habían podido conseguir. Ya en la Ciudad de México, primero fuimos a librerías “formalitas”: Gandhi, Porrúa, El Sótano, etc. y nada. Agotado. “Bien, a las librerías de viejo”, me dije. “No será la primera vez que busque un libro en concreto y lo consiga” y allá fuimos, confiados y salerosos. Yo parecía caballo de carreras por lo brioso; anticipándome en la satisfacción de ver la mirada de alegría en los ojos de mi retoño. Nada. Regresé arrastrándome; literal y metafóricamente sin aliento. Primero fue toda Donceles; ya en la última librería de la famosa calle empecé a albergar mis sospechas de que iba a resultar más complicado de lo que parecía. “Oiga, ¿no tendrá Usted de pura casualidad Dragón Rojo?”; preguntábamos. “Noooo mi joven; está agotado”, “no me ha llegado” o cualquiera de sus infinitas variantes. Donceles, Allende, detrás del Palacio de Minería, La Ciudadela, Coyoacán, Insurgentes (donde sé que hay librerías de viejo), nada. Lo más cercano fue en el mercado ambulante de libros de detrás del Palacio de Minería. “Oiga, ¿Dragón Rojo?”; “Sí” -y aquí el Adolfo y yo sonreímos de oreja a oreja- “Pero es mío y no lo vendo”; no se la rayamos básicamente porque estábamos rodeados de paisanos suyos; y aquello habría sido muy parecido al asunto aquél de Hernán Cortés rodeado de tenochcas embravecidos y nosotros no traíamos ni un méndigo caballo, ni mucho menos un arcabuz y, ya puestos, ni espadas, ni barba, ni ojos azules. Así que humildemente dimos las gracias y nos alejamos de ahí contritos y resignados. No lo conseguimos en ningún sitio.

 

Ahhh, pero -y éste es un pero fundamental-, en cambio hicimos una serie de valiosas adquisiciones; compramos dos libros de Freud, “Introducción al psicoanálisis” y “Tótem y tabú” -¿por qué los quiere leer Adolfo? Misterio-; y conseguí en Gandhi, por módicos 26 pesos, el Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. Resulta que el Adolfo no tenía la menor idea del Don Juan. Conocía la expresión metafórica pero no su origen y ni idea tenía de la existencia de esa obra maravillosa. Pues no me lo va Usted a creer, querida lectora, apreciado lector, pero ahí merito, enfrente de Bellas Artes y la Alameda Central, bajo un sol de órdago, me detuve a leerle a mi hijo de 17 años esos párrafos magníficos que aún hoy, tantos años después de haberlos leído por primera vez, me siguen conmoviendo:

 

“¡Oh! Sí, bellísima Inés

espejo y luz de mis ojos;

escucharme sin enojos,

como lo haces, amor es:

mira aquí a tus plantas, pues,

todo el altivo rigor

de este corazón traidor

que rendirse no creía,

adorando, vida mía,

la esclavitud de tu amor”.

 

En el trayecto, virtud a los estragos de la calor, lo llevé a La Ópera, la famosa cantina en donde todavía puede verse en el techo el agujero que dejó el célebre balazo de Pancho Villa; me tomé una cervecita, él una “piña colada” (sin alcohol) y le conté la historia. Más tarde, fuimos al preestreno del Libro de la Selva.

 

¿Qué más le puedo contar? Fue un fin de semana perfecto; redondo y completo. Del que sólo resta darle gracias a Dios y a la vida. Por cierto, hablando de agradecer, ¿no tendrá alguno de ustedes, entre sus curiosidades, el famoso librito?

 

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Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo6614@hotmail.com


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