La conclusión inmediata cuando empiezan a rolar los créditos finales de Ant-Man and the Wasp, es que Edgar Wright es un genio. Pero eso ya lo sabíamos.
Lo que desconocíamos es que Peyton Reed puede ser un director débil y sin personalidad. Un director que, con muy buen nivel de observación eso sí, prácticamente fagocitó todo lo que Wright había realizado para la primera entrega cinematográfica del Hombre Hormiga antes de abandonar la producción que Reed y un equipo de guionistas (que incluía al propio Paul Rudd) retomarían con el respeto suficiente para mantener íntegra su esencia y hacer únicamente los cambios que pedía Kevin Feige, el mandamás del monstruo incontrolable e interminable en el que ha mutado el Universo Cinematográfico Marvel.
Ese primer Ant-Man funcionó porque Wright y Joe Cornish (co-guionista) lo concibieron precisamente fuera de esa zona de confort que exige Feige. Ese Ant-Man era un paria de Marvel, un antihéroe, lo que a la postre provocó el despido de Wright. La historia y la comicidad que elaboraron apelaba a la fantasía que los cómics nos enseñaron y humanizaba a su protagonista en una cadena de errores digna del arco que un buen personaje, sea en papel o pantalla, debe tener. Ant-Man era extraordinariamente ordinario. Sus amigos también. Si algo debía salir mal, lo haría por partida doble. Y dentro de ello había los obstáculos y el amor suficiente para redondear una historia sin necesidad del recurso fácil o la incongruencia. Y había, sobre todo, humor. Una comicidad gamberra bien pensada como eje de la cinta.
En una labor que se antojaba complicada aunque no imaginábamos a qué grado, Peyton Reed retoma esos elementos para extender la figura del superhéroe fallido que en realidad ni necesitaba tal continuación narrativa. ¿No acaso el título dice “and the Wasp? ¿No era mejor convertir al Hombre Hormiga en el sidekick de una heroína inexplorada? ¿Hacer que los eventos giren alrededor de ella como inicio y fin? ¿Una aventura anecdótica que partiera de cero? En lugar de ello, el guión escrito por Chris McKenna, Erik Sommers y Paul Rudd, se enfoca en el Ant-Man post Civil War (Hermanos Russo, 2016) casi pre Infinity War. Es decir, se alinea al MCU debido a las exigencias de contarnos qué sucedía con Scott mientras el resto de los Avengers estaban en la misión de detener a Thanos. ¿Y qué sucedía?
Que Scott (Paul Rudd) se encuentra en arresto domiciliario debido al conflicto diplomático que ocasionó en Berlín y una de las consecuencias es que el Doctor Pym (Michael Douglas) y Poe (Evangeline Lilly), ahora huyendo de la justicia, han roto toda relación con él. Existe, naturalmente, un villano (por partida doble) que los unirá en una nueva aventura, así como las dudas de Pym respecto al viaje que realizó Scott al reino cuántico, lo cual es la gran trama de la cinta y donde tiene sus mayores problemas.
Que Ant-Man and the Wasp no esté ni tantito cerca de igualar el humor de su antecesora, es comprensible (son apenas un par de gags o escenas las que provocan verdadera risa). Vamos, que toda buena secuela debe buscar su identidad, sin embargo, es evidente que Reed y compañía no apelaron a la originalidad, sino a calcar partes funcionales, como esas excelentes escenas donde Michael Peña (lo mejor de la película) es la voz en off de toda una anécdota contada por varios personajes, y dejar el resto del entretenimiento a la acción a mayor escala y unos set pieces que, no se negará, son fantásticos.
La analogía es innegable y pesada. Lo pequeño del mundo que proponía Ant-Man era inversamente proporcional a su calidad. Ahora que se decide jugar con los tamaños y agrandar la fantasía, es que la historia y la lógica decrecen y quedan reducidas a meros pretextos sin sustancia.
Es cierto que las primeras entregas de Marvel (y en general cualquier superhéroe) tienen la ventaja argumental que conlleva cualquier introducción (y descripción) de un personaje, a diferencia de lo que debe redimensionar o plantear -en términos de trama- una secuela. Sin embargo, los ejemplos recientes de Thor Ragnarok (Taika Waititi, 2017) y Spiderman Homecoming (Jon Watts, 2017) demuestran que sí es posible asombrar con nuevas historias que aparte de todo pueden ser ligadas a mundos paralelos sin forzar nada.
Ant-Man and the Wasp opta por lo segundo. Por apurar el paso a las guerras infinitas. Por la salida fácil. Y en medio de ello se nos receta un fan service inocuo que cae en su propia trampa de no tomarse en serio y que, al jugar en repetición con el adjetivo “cuántico” como gag y trama, se extravía en su propuesta, si que es hubo tal.
Lo que tenemos es una película que no entiende (o nunca vio) el potencial de su heroína y su villana Ghost (Hannah John-Kamen), que mandó al fondo y a la sombra a sus secundarios más interesantes, que se volvió blanda y predecible; y que cae en lo genérico a más no poder.
Como ya es costumbre en Marvel, al final de los créditos aparece la leyenda que nos advierte que Ant Man y The Wasp regresarán, pero ahora con un signo de interrogación por los hechos que ya todos conocemos. Resulta profética la pregunta, pues da coraje que el personaje con mayor proyección y posibilidades de este universo, se haya ido al caño así tan fácil. Que en 118 minutos se le despoje de su aura y sea ya sólo un engrane más del derivativo ensamble Avengers. ¿Así quieren vender una tercera entrega en solitario? Mejor no.