Ha sido un largo camino desde que un joven casi adolescente británico decidiera que el western era el género ideal para volcar en un filme sus intenciones paródicas. De Fistful of Fingers (1995) a la mítica serie de televisión Spaced y de ahí a los dosmiles con la trilogía del Cornetto pasando por la entrada a Hollywood que significó Scott Pilgrim vs. the World (2010), Edgar Wright no ha hecho más que refinar (y reafirmar) su estilo en todos los sentidos.
El montaje frenético, la comedia situacional, los diálogos ágiles, la música, las sutilezas, las referencias, la miscelánea de géneros, la acción y por supuesto, la siempre magnífica puesta en escena, entre otras cosas. Todo ese cine y aprendizaje nos trae a Baby Driver, esta sí, ya una película que se percibe como producto Hollywoodiano que, sin embargo, se esfuerza en contradecirlo y en cambio nos ofrece un indicio inédito de la identidad de Edgar Wright como cineasta.
Si Wright ponía a prueba su solemnidad de cuna combinando a George Romero con Spaced y John Landis (Shaun of the Dead), a Tony Scott con el folclor/horror de Robin Hardy (Hot Fuzz) o Bryan Lee O’Malley con Bruce Lee (Scott Pilgrim), Baby Driver apunta a una nueva dirección que dificulta el experimento Mash-up (y ni tanto) pero que en el camino funciona también como una audaz transgresión al cine de autos, explosiones y estereotipos físicos que Estados Unidos consume todo el año.
Un chofer getaway (Baby interpretado por Ansel Elgort) que espera a sus cómplices, los ladrones de un banco, para hacer su trabajo. El tipo rudo que una vez trepado al asiento de copiloto apunta con su dedo la dirección a seguir. El conductor que hace lo contrario metiendo reversa y que a ritmo de Jon Spencer Blues Explosion emprende su propia ruta de huída con habilidades superlativas. El posterior éxito de la misión y la incomprensión rabiosa hacia las formas por parte de quien precisamente cumple el arquetipo rudo de ese cine rápido y furioso que esta cinta no es. La analogía de una fábula de Disney torcida que no pierde lo rosa pero prepondera el frenesí de las persecuciones a la Walter Hill y Friedkin sobre la testosterona. Una que, igualmente, ha de hacer a un lado para demostrar que sus personajes tienen mucho más capas que las ofrecidas en esa primera lectura.
Vamos entonces notando que después de todo sí hay referencias y géneros. No a un nivel como las que proponen los guiones de Wright co-escritos con Simon Pegg, pero sí de una forma tal que ocupen las incidencias que normalmente hace la música para dejar entonces que los beats y coros sean la guía narrativa. Como ese inicio ya formal en el que Baby baila sincronizado tal cual Gene Kelly en Singin’ in the Rain (1952) a ritmo de Bob & Earle (Harlem Suffle) únicamente para ir a comprar unos cafés. La falsa simpleza de la secuencia es en realidad una muestra del virtuosismo que Wright irá diseminando en un ¿musical de acción? ¿homenaje a Gondry y su métrica perfecta en Star Guitar de los Chemical Brothers? ¿Ronin adolescente? ¿Por qué no todo ello nada más para comenzar? Y después proponer mucho más.
Existen, después de todo, preceptos conjuntos a compartir también con el cine noir, igual muy presente. El protagonista y la enamorada adecuadamente llamada Debora (Lily James que juntos aspiran a una vida diferente. Los obstáculos de la vida criminal, que aquí no son más que la mafia liderada por Doc (Kevin Spacey) que simplemente no terminan de confiar del todo en la excentricidad de Baby, el chofer que parece nunca poner atención detrás de sus audífonos. Los relevantes lazos familiares, que aquí son las cintas análogas y playlists con los que el protagonista escapa; de la ley y de su realidad: un tinnitus permanente provocado por un accidente en el cual sus padres perdieron la vida.
¿Un luto perpetuo? El conflicto es sutilmente explotado por una historia que primero construye lo cinético y que después va pasando al drama criminal de orfandad y rebeldía sin que la propuesta caiga. Contrariadamente, incluso, se transforma. Y eso requiere no sólo la mano de un director talentoso, sino audacia comercial.
Si la trama va sobre un chico que participa en robos para eventualmente pagar una deuda y rehacer su vida, es sólo común que se nos dirija hacia algún tipo de impasse o enfrentamiento, sea físico o moral (o ambos) que sea el cuerpo del tercer acto, más no llegar ahí rápido para introducir elementos románticos o de inocencia. Wright lo hace. Nos lleva velozmente a las redenciones imprevistas y transforma Baby Driver en una huída que alude nuevamente a Tony Scott ahora con su True Romance (1993). Baby y Debora, claro está, no son Clarence y Alabama pues, no olvidemos, la propuesta siempre ha sido una que, sin ser video musical, ha vivido y se ha narrado por y para la música que escuchamos.
No por capricho virtuoso, sino tal vez como manifiesto artístico de un director que pretendía demostrar que el quehacer cinematográfico de autos, persecuciones y balazos no está peleado con las formas tradicionales y aún así puede ser (y verse) actual. Que puede prescindir del CGI para en su lugar con pasión artesanal lograr mejores resultados recurriendo a la vieja escuela. Tal y como Baby reproduce y hace música con aparatos que se suponen obsoletos o un iPod que muchos ya ni recordaban. George Miller lo demostró apenas con Mad Max: Fury Road (2015) y puso un estándar altísimo. Wright, con todo aquello que seguramente pretendía impregnarle a su Ant-Man, baja el parámetro hacia los terrenos —sus terrenos— de los easter eggs, el exquisito foreshadowing, el cuidadoso revisionismo musical y las atmósferas de un noir rosa con extrañas pinceladas de Sesame Street y un toque del primer MTV que pondría muy feliz al mencionado Scott.
Pinta una raya con todo lo que esperábamos y ofrece algo tan familiar como sorpresivo. No únicamente la alusión popera a clásicos como The Driver o Bonnie and Clyde y hasta unos Natural Born Killers acaramelados, sino la forma en que ha hecho de ello sus herramientas (y como las emplea) para realizar una cinta fresca; y profundamente visceral y entretenida para su contexto. Y, en el camino, encontrar otras lecturas y metáforas.
¿Es éste entonces el vehículo individual de Wright hacia una nueva frontera artística? ¿Su alter ego y revancha de todo aquello que salió mal? ¿Un escape fantástico? No si revisamos el antecedente del video Blue Song para Mint Royale en el que ya hasta se asomaba el atuendo de tenis blancos. Tampoco si tomamos en cuenta que esta historia la ideó desde hace más de diez años, pero en definitiva hay actualizaciones fortuitas que hacen un guiño hacia aquello que alguien despreció. Qué suerte la de nosotros como público y contradictoriamente la de Wright como director.
Revitalizar los cimientos fílmicos que le inspiraron; reformular los high-octane disasters para una nueva generación. No es poca cosa. Es, de hecho, historia. Por algo el apasionado “By God- go check it out!” que pronunció Guillermo Del Toro.