Por: Sergio Bustamante.
“Estoy cansado de decir lo que pienso y no lo que siento”.
La frase, perteneciente a Silverio Gama (Daniel Gimenez Cacho), protagonista de Bardo, es quizás la que mejor manifiesta cómo este documentalista que vuelve a su país tras una ausencia de 20 años, no es meramente un personaje ficticio sino el alter ego del director mexicano Alejandro González Iñárritu en pleno ejercicio de exorcizar cantidad de sentimientos que se ha guardado en pos de su figura como uno de los cineastas mexicanos más prestigiosos en la era moderna.
En este regreso a hacer cine en su país (que no lo mismo que producción nacional) con el auspicio de Netflix, González Iñárritu entrega, de la forma menos complaciente posible, una serie de viñetas revisionistas en las que reflexiona su vida a partir de su estatus de artista inmigrante. Es decir, cómo se ve a si mismo tras el éxito en Hollywood, y cómo cree (y más que nada siente) que el resto lo percibe, ya sea familia, amigos, gremio periodístico, etc.
Para contarnos esta falsa crónica de unas cuantas verdades, la historia nos presenta al mencionado Silverio Gama, un ex periodista que forjó exitosa carrera como documentalista en los Estados Unidos, y quien tras décadas de exilio regresa a México para ser el recipiente de un importante premio que tiene la intención de ser también un puente entre las agendas políticas de los EU y México.
En un contexto de crisis existencial y la presión de escribir un discurso conciliador, Gama se refugia en un humor renuente a casi todas las formas de afecto y cumplidos, y el resultado es una travesía surrealista a manera de fuga en la cual nosotros somos testigos de primera fila de todos los traumas y recuerdos que lo aquejan una vez que vuelve a pisar México.
Mucho se le ha criticado a la cinta ser un instrumento narcisista del director para “desnudar su alma” y de paso reclamarnos, acaso, el injusto trato que alguien tan controversial como él ha recibido. Si bien es cierto que abusa de ser su propio protagonista y pedir atención, también lo es que la historia propone mucho más de lo que ve el ojo y los postulados de Iñárritu son especialmente generosos para quienes conocemos y vivimos la realidad nacional.
Y quizás ahí Bardo peca de local y su percepción sea desconcertante para el público Europeo que ama particularmente el cine de Iñárritu, pero a cambio puede (y debería) conectar bien con la audiencia mexicana a pesar de sus desaforados pasajes.
Al inicio de la cinta vemos a Silverio en el pasillo de un hospital donde recibe la noticia de que su bebé no quiso nacer y lo tuvieron que regresar al vientre de Lucía (Griselda Siciliani), su esposa. Ambos abandonan el lugar resignados a vivir con la fantasía de lo que pudo haber sido su tercer hijo. Ese simbólico aborto es la sombra que acompaña constantemente el ir y venir de Silverio por un país que le resulta ya ajeno en muchos aspectos.
Silverio trata de reconectar, pero nota que el paisaje ha cambiado, la sociedad no es la misma, ni tampoco los medios y el ritmo de vida. Ante este escenario su respuesta es revivir sus memorias cual si estuviera viendo una serie de viejas polaroid. Podemos ver una foto y recordar en qué momento se tomó o qué estaba sucediendo, pero ese recuerdo realmente casi nunca es fidedigno.
Las falsas verdades del título son aludidas justamente así: como lo que Gama recuerda aunque no sea del todo fiel y cómo le hubiera gustado que fuera. Todo lo que se calló en ciertas situaciones y lo que le hubiera gustado hacer diferente.
Con una cámara de Darius Khondji que imita soberbiamente el estilo de Lubezki y en conversación directa con el cine de Fellini, la cinta nos va llevando por saltos temporales que visitan lo mismo un muy relevante evento en el metro de Los Angeles, California, la vieja casa materna, los estudios de televisión donde Silverio comenzó su carrera, la colonia portales, el centro histórico y demás lugares cuya carga simbólica funciona en dos formas: para avivar la nostalgia del personaje así como para conectar de manera más profunda con el público mexicano. El guión da cuenta del peso cultural que hemos cargado desde incontables años, ya sea como inmigrantes, hijos de la colonización, o destinatarios de una historia nacional que los libros van transformando y exaltando porque la realidad es mucho menos emocionante.
Para Gama dicha carga es doble, pues se suma la culpa y el desplazamiento afectivo de todo lo que tuvo que dejar atrás, y por eso es el vehículo con el que Iñárritu nos dice cómo se siente él a partir de sus éxitos y cómo se siente no pertenecer a ningún lado. Está exploración de su pasado y de sus ansiedades es también una búsqueda identitaria. De encontrarse de nuevo y de corregir su rol de padre que nunca superó el duelo por su bebé cuando nota que sus otros dos hijos adolescentes, asumidos ya como estadounidenses, van por el mismo camino.
Bardo es una “emografía”, en las propias palabras de Iñárritu. Es decir, una biografía que cuenta no su vida, sino sus emociones. Y aunque este ejercicio de auto indulgencia puede resultar extra pomposo para el público, bien hace el cineasta en negarse a cualquier cosa que huela a redención.
La cinta no va por ahí, ni en redimir los errores de él ni tampoco en ser correcta. Fácilmente hubiera podido tomar el camino de un drama épico a la Revenant (2015) de haber escrito a un personaje ajeno a él, pero ¿por qué repetirse en lugar en reinventarse? ¿por qué no aplaudirle una expiación tan contradictoria? Es justamente esa paradoja la que nos invita a una gama de interpretaciones sobre la mortalidad mucho más rica que en sus cintas similares. Y en ese sentido vaya si Bardo es un acierto espectacular.