Birdman (O La Inesperada Virtud de la Ignorancia)

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birdmanPor: Sergio Bustamante.

 

A finales de la década de los cuarenta, y después de una extenuante y complicada relación laboral con David O. Selznick, su productor de cabecera, Alfred Hitchcock fundó su propia productora, Transatlantic Pictures, con el fin de tener absoluta libertad creativa sobre sus filmes. Es así que en 1948, cobijado en ese sentimiento de libertad y renovación, el llamado “Maestro del Suspenso” (del cine, diría yo) inaugura Transatlantic con un proyecto altamente ambicioso que buscaba romper los esquemas del lenguaje cinematográfico de aquella época: Rope.

 

Más allá del minimalismo que proponía la historia sobre dos jóvenes intelectuales (estudiantes) que asesinan a un compañero por la simple superficialidad de cometer el crimen perfecto, La Soga pasó a la historia por ser una película que se rodó en un falso plano secuencia que, ahora lo sabemos, incluyó diez cortes escondidos. Si bien Hitchcock deseaba realizar un manifiesto que hablara sobre él como un nuevo director (fue también su primer filme a color, por ejemplo), era la intención de una narrativa innovadora lo que influyó más para que experimentara con nuevas técnicas. La Soga, teniendo como fuente argumental una obra de teatro, propuso un montaje precisamente más cercano a esa disciplina, de ahí que Hitchcock la filmó en esa larga toma sin cortes, siguiendo con la cámara a los personajes de escena a escena y cuarto a cuarto. El objetivo era provocar reacciones simultaneas con la ficción para que las audiencias se compenetraran en la investigación de un crimen, repetimos, ciertamente superficial y horroroso a la vez.

 

Sesenta y seis años después de aquel ejercicio, el plano secuencia se ha usado más para introducciones o escenas con cierta carga dentro de una película, y claro, para lucimiento del dominio del espacio, iluminación y técnicas para filmar. Ya el año pasado Emmanuel Lubezki y Cuarón nos recetaron uno de casi veinte minutos para recrear la sensación espacial en la multipremiada Gravity (2013). Y es precisamente Emmanuel Lubezki quien este 2014, de la mano de otro mexicano en la dirección, Alejandro G. Inárritu, trae algo comparable a lo que hiciera Hitchcock en el 49, pero con una resonancia que supera a la investigación de un crimen.

 

Birdman, último filme de Iñárritu, es también una comedia, aunque su humor negro se diluye en la lucha existencial de un actor de Hollywood, Riggan Thomas (Michael Keaton) que busca revalidarse como personaje público por medio del montaje de una obra de teatro en Broadway que, se supone, no es apta para ser interpretada por artistas de “su categoría”.

 

Riggan, quien se hiciera de fama y dinero gracias a su papel de Birdman en el cine de superhéroes, vive su día a día entre las tarimas, pasillos y camerinos de este teatro buscando, tal vez tarde y por lo tanto con el doble de esfuerzo, la variable que falta en esa fórmula de celebridad: prestigio. O eso creemos. Entre la neurosis de su agente Jake (Zach Galifianakis), la contratación de un famoso y voluble actor “de carácter”, Mike (Edward Norton), para co estelar con su posterior in-convivencia, y su hija Sam (Emma Stone) recién rehabilitada deambulando por ahí sin mucho sentido, Riggan hace una exigente revisión a su pasado como estrella por medio de la voz ─y juicio─ del mismo personaje emplumado. Mientras busca en sí mismo, y después en los demás, una justificación y validación de lo está haciendo, la personalidad (voz en off) de Birdman le reprocha cada uno de sus argumentos y decisiones poniendo en entredicho toda su credibilidad y haciéndole ver que es culpa de él y nadie más que hayan caído tan bajo.

 

Lo sorprendente de Birdman, entre otros logros e impecable técnica, es que esa voz en off que en ocasiones puede hasta ser peligrosa para una película al anular cualquier subtexto, va adquiriendo una configuración que se hermana con, y esto no es coincidencia, el teatro. Y en segunda instancia una fantasía que también contiene elementos de la literatura de Raymond Carver. Birdman, el personaje, ofrece posibilidades para descifrarlo: Un superpoder, un desdoblamiento de personalidad, esquizofrenia, simple imaginación, etc. Sin embargo, eso es lo que menos importa frente a cómo influye y trabaja en el conflicto de Riggan Thomas, el actor. Birdman no busca que nos preguntemos qué pasa, sino si pasará.

 

Y si esa psicología machacante fuera poco, Iñárritu le añade elementos que no permiten ni un parpadeo y que por ende nos tiene absortos al cien por ciento casi comenzada la cinta.

 

Desde la interminable toma (el falso plano secuencia ahora digitalizado y engañoso, pero no por ello menos sorprendente) que recorre pasillos, escaleras, cuartos, atraviesa paredes, rostros, se mueve hacia la calle, arriba, abajo y vuela por el cielo, hasta la constante música de una batería jazzera que en uno de los momentos (o escenas aunque Birdman no da cabida para tal término) más asombrosos de la película, se sincroniza con la presencia del músico, Antonio Sánchez de Pat Metheny Group, tocando en pantalla.

 

Esa conjunción visual y sonora más las grandes actuaciones de básicamente todo el reparto propone una experiencia lejana de convencionalismos y con un alto grado de complejidad. Es decir, todo ese alarde técnico no es gratuito ni una excusa para la anécdota, sino que trabaja, como nunca lo había hecho en el cine de Iñárritu, para la trama.

 

Y si bien es cierto que este centralismo del actor decadente y su constante diálogo y lucha contra el mito que desprecia son superiores, en parte debido a la formidable actuación multinivel de Keaton, el resto de la historia posee unos estratos similares en planteamiento ─aunque no en fuerza─ que otorgan a la cinta un aire universal que 1) no da pie a la monotonía y 2) retrata esta búsqueda de identidad en todos sus matices.

Si Michael Keaton tuvo aquí una especie de exorcismo de lo que él mismo hiciera al abandonar la piel del Batman de Burton, Edward Norton pareciera hacerlo con su propia y en algún tiempo pesada etiqueta del “mejor actor de su generación” o “heredero de Marlon Brando y De Niro”. Y esto incluye a Iñárritu.

 

Está el obvio abandono de su zona de confort por la comedia tal y como Riggan va por algo serio por primera vez en su vida al adaptar a Raymond Carver al teatro. Pero también pareciera un diálogo interno (el mismo Inárritu describe esta voz como un ave de rapiña que siempre está inconforme, comprobando una vez más que en el cine no hay coincidencias) que le recuerda una estructura que redituaba (aunque ya cansaba) y que ahora hace a un lado por una comedia que se siente magnánima y liberadora. Estas referencias (la cinta no se guarda ningún nombre de famosos ni contextos) y auto referencias hablan de un guión trabajadísimo que se trasladó con gran propuesta a la pantalla.

 

Si su portentosa forma es un despliegue de virtuosismo que a algunos no agrada del todo por opacar el argumento, Birdman tiene por ahí pistas que invitan de cualquier forma a la reflexión sobre esta necesidad de validación que todos tenemos. Desde el poder del internet, la fama y el egoísmo que implica una “selfie“, hasta un guiño que tunde a los críticos y sus deseos de etiquetar y juzgar todo en base al prejuicio. Y ni hablar de Lesley (Naomi Watts) y Laura (Andrea Riseborough), las dos actrices de la obra que comparten una forma de necesidad amorosa, aunque con diferentes problemáticas.

 

La actualidad pues, juega un papel fundamental en ellos y nuestra percepción. De ahí que todo sea acción sin cortes, no hay tregua para parpadeos. De ahí esos tambores sutilmente atronadores que no dejan pensar con claridad al protagonista. Todo visto de una perspectiva de búsqueda y renovación. Birdman prepondera la vida como eso, un teatro de segundas oportunidades para todos, la transformación ante la desidia cuando nos cuestionemos nuestro lugar en el mundo y la sociedad. El asteroide con el que inicia el filme, se entiende, no es un adorno.

 

Singularidades del cine. A diferencia de Hitchcock y su necesidad de independencia laboral para realizar películas como le diera la gana, Alejandro G. Inárritu requirió una ruptura consigo mismo, darse una segunda oportunidad en terrenos ajenos para demostrar por fin el cineasta que es.

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