BLACK WIDOW

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Por: Sergio Bustamante.

A esta altura resulta ya poco más que ingenuo esperar sorpresas por parte del Universo Cinematográfico Marvel. Y no por ser carente de emociones o entretenimiento, vaya, si los fans se entregan religiosamente a cada nueva entrega, los no tan fans igualmente acuden con gusto al estreno (o el streaming en estos tiempos pandémicos), sino por derivativo.

Exceptuando a sus nuevos spin-off seriales como Loki o Wandavision, el desgaste del concepto en cine ya es tal que ni la entrada de personajes sui generis o, en este caso, la historia origen de uno de los más queridos, es capaz de quitarle esa aura de churro industrial que cumple con todas las reglas de escritura a cabalidad y que aun así no tiene sustancia o de plano llega a ser aburrido.

Black Widow, la historia avocada a llenar los huecos en la biografía de Natasha Romanoff, es el más reciente ejemplo de que se necesita una visión autoral en verdad sólida (y mucha osadía sin temor a ser despedido) para enfrentar Kevin Feige, mandamás de Marvel, y toda la maquinaria de estudio que hace y deshace filmes a placer.

Tras la desbandada que ocurre durante los hechos de Civil War (2016), Natasha huye hacia Noruega para desaparecer un rato, sin embargo, ahí se encuentra con que su hermana menor, Yelena Belova (Florence Pugh), le ha dejado un paquete de alto riesgo que involucra al Red Room, la organización secreta que hizo de Natasha esa implacable viuda negra asesina.

Esto lleva a Natasha a buscar a su hermana en Budapest y de ahí ambas partirán a Rusia en busca de más respuestas y un reencuentro “familiar”.

Quizás el primer gran problema de Black Widow sea este timing tan tardío de haber llegado cuando Marvel ya se encuentra iniciando una fase tan nueva en la que ya ni ella (Natasha) figura.

Entre despidos, cambios de guionistas, reshoots y demás, Black Widow fue retrasándose a un grado que en lugar de generar expectativas y aprovechar el mejor momento del personaje, se fue percibiendo cada vez menos necesaria con el paso de los años. Y eso se refleja en su tropezado guión (Eric Pearson) y la forma como quiere unir con calzador el presente y pasado de su protagonista.

Así la historia busca por un lado contarnos el origen de Natasha y su familia, y por otro integrar todo ese relato sin que afecte ese presente en el que ella se supone estaba huyendo del General Thaddeus Ross en la post guerra entre el Capitan America y Iron Man.

Si pasamos por alto todos los desastres internacionales que Natasha y Yelena provocan sin llamar la atención de Estados Unidos, ciertamente podemos decir que tenemos una historia inédita, más no una origen, que es lo que se supone debía cumplir este producto y lo que se le debía a Black Widow. Y lamentablemente los flashbacks del guión y la forma cómo conjugan con el conflicto interno del personaje no para saldar esa deuda.

El inicio, eso sí, es prometedor. Ahí conocemos a Alexei Shostakov (David Harbour), a quien vemos llegar apresuradamente a su típica casa de suburbio gringo para informarle a su esposa Melina Vostokoff (Rachel Weisz) y las dos niñas (Natasha y Yelena), que van emprender una aventura improvisada. En realidad todos ellos (a excepción de la pequeña Yelena) son espías rusos y Alexei acaba de ser descubierto después de explotar un laboratorio, así que debe emprender una rápida huída hacia Cuba.

En toda esa secuencia vaya que Cate Shortland, directora, despliega el talento que le conocimos en filmes como Lore (2012). Emulando al espíritu de la serie The Americans tenemos ahí acción y un posterior drama que revela que en realidad estos personajes no son familia sino la simple fachada asignada por el aparato de espionaje ruso. Una vez que aterrizan en Cuba las niñas son violentamente separadas por los militares y Melina es llevada a urgencias médicas, todo ante la mirada indiferente de Alexei.

Pensaría uno que aquí hay buen material para que Romanoff salde deudas familiares al tiempo que busca cierta revancha emocional. Y la historia ciertamente busca enfocarse en ello al tiempo que intenta ser una extraña metáfora sobre la trata de personas y la explotación sexual. La ejecución, sin embargo, es muy débil porque el argumento no puede dejar de lado el elemento lúdico en el cual Dreykov (Ray Winstone) y su red room son el villano en turno, y sobra decir que Natasha y Yelena deberán unir esfuerzos para combatir su plan de, faltaba más, dominar al mundo.

Sabe uno hacia donde va la historia y efectivamente, Shortland deja la cinta en manos de la explosividad y batallas a diestra y siniestra hacia su tercer acto. Un par muy bien montadas, cabe reconocer, como esa del puente en la que Romanoff se ve por primera vez con Taskmaster (una pena el giro que le dieron a este personaje), pero nada nuevo bajo el sol marvelita.

Ni la excelente fotografía del paisano Gabriel Bersitain, ni los intentos naturalistas de Shortland, ni Pugh robando cuadro cada escena, ni la vis cómica de David Harbour, ni la presencia de Johansson y Weisz, pueden rescatar esto de convertirse en uno de los palomazos más genéricos de Marvel. Y si se salva de ser un desastre absoluto es gracias justamente al carisma de ese ensamble actoral.

Cate Shortland pasa pues a engrosar esa lista de cineastas independientes a los que Marvel ha contratado con miras a ganar autenticidad pero a los cuales termina acotando a su visión de estudio. Ojalá al menos permanezca en el radar y le lleguen ofertas para hacer cine, que a ese sí le sabe.

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