Por: Sergio Bustamante.
En la combativa Do the Right Thing (1989), el personaje de Radio Raheem (Bill Nunn) porta orgulloso un par de nudilleros con las palabras “Love” y “Hate”. Un cuento sobre el bien y el mal, dice Raheem explicando el significado de cada mano mientras de fondo suena Fight the Power de Public Enemy.
Ese momento clave de la película bien puede ser síntesis de la obra de un cineasta como Spike Lee, siempre radical, incisivo y contundente, y que hoy acapara los primeros planos de forma triunfal con “El Infiltrado del KKKlan” (BlacKkKlansman), un filme que regresa a esos orígenes de Do The Right no únicamente para refrescar su discurso, sino reformularlo a los tiempos.
Y es que si bien el contexto político-social dista, aparentemente, de aquellos ochenta donde la mayoría de los barrios (de varias ciudades norteamericanas) parecían secuelas espirituales del apartheid sudafricano y el progreso se traducía en arrinconar y distanciar a las minorías en complejos construidos deliberadamente lejos del centro y las zonas residenciales, lo cierto es que las circunstancias transmutaron en una mentira de tolerancia que detrás de si esconde un racismo inverso que es tan grave como el que se acepta abiertamente.
En este sentido, apenas el año pasado Jordan Peele nos dio en la brillante Get Out una obra que exponía justamente ese tipo de discriminación teniendo el horror y el humor como los vehículos ideales para entregar su mensaje.
No es casualidad que el mismo Peele poseyera los derechos de las memorias de Ron Stallworth, el protagonista de BlacKkKlansman y en cuya novela homónima está basada la cinta. Ya con un guión de Charlie Wachtel y David Rabinowitz finalizado y Peele como Productor Ejecutivo junto con Jason Blum, le ofrecieron el proyecto al director más adecuado para llevarlo a la pantalla: Spike Lee. Y éste aceptó con la única condición de reescribir el guión junto con Kevin Willmott, su mancuerna creativa los últimos cinco años.
Y no porque el trabajo ya escrito fuera deficiente, sino porque Lee vio en ésta historia un excepcional vaso comunicante con la actualidad de su país, pero antes tenía que imprimirle ese sello que separa a una película convencional de un joint. Un Spike Lee Joint, en éste caso. ¿Y cómo lo hizo? Desde la línea de lo absurdo.
Si el caso real de un detective negro que, a inicios de los setenta y en una comunidad conservadora, se infiltra en el Ku Klux Klan con la ayuda de un judío, no fuera lo suficientemente irreal (aunque sea verdad), Lee le imprime un tono humorístico que por momentos raya en la farsa partiendo, eso sí, de una convivencia ordinaria.
Por un lado está Ron Stallworth (John David Washington) el recién ascendido detective que, casi a forma de broma telefónica, solicita información para afiliarse al KKK. Cuando estos acceden a conocerlo después de escuchar sus quejas raciales, entra a escena Flip Zimmerman (Adam Driver), otro joven detective judío que deberá hacer las de Stallworth de forma presencial con el fin de echar andar una investigación que revele qué intenciones tiene dicha agrupación aparte de su doctrina de odio.
El contrapeso viene precisamente en el KKK con un variopinto grupo de hombres blancos que van desde el tipo mesurado y calculador, hasta el alcohólico “white thrash” que ni siquiera comprende porque está ahí pero sigue la corriente de sus amigos.
Spike se apoya en estas dos perspectivas para ir desmenuzando con humor y acidez una historia de enconos que resultan absurdos. Claro, sin perder la identidad que le conocemos, hace ver al KKK como la parte malvada y boba (que sí lo es), pero lo interesante es la yuxtaposición que crea con una reunión de los Black Panther al demostrar que la radicalidad del mensaje tampoco es la solución al problema.
A partir de esa extrapolación, Lee se apropia de la anécdota de Stallworth para construir un puente. Primero con el pasado, ese que empleó Birth of a Nation (D.W. Griffith, 1915) como un aparato propagandístico para encender la llama del racismo y que, por medio de linchamientos públicos, revitalizó el Klan hacia una segunda Era.
Después con la realidad de sus personajes y la correlación de los hechos, esa que muestra como el filme de Griffith aún es inspiración del klan y que desarma todo su discurso racista cuando aceptan a un judío (sin saberlo) en la organización. BlacKkKlansman desarrolla aquí su músculo en las charlas entre el tranquilo Stallworth y su pareja Patrice (Laura Harrier), en un debate intelectual donde pareciera no haber grises y donde las maneras no saben de legalidad: combate o nada. Sin embargo, sí hay una tercera vía.
Esa la encontramos al final donde remata hilando con el presente. Presente en el cual la normalización del racismo en figuras legales y socialmente aceptadas (léase Trump siendo endorsado por el mismísimo David Duke) es desnudado por medio de un macizo montaje de las marchas en Charlottesville y sus horribles consecuencias. Es un epílogo fuerte, y dice más que lo evidente. Hay una nota que conecta con el resto de su filmografía (y que hizo evidente apenas en Chi-Raq (2015) al adaptar la comedía griega de Lisístrata al contexto pandilleril de los barrios negros pobres de Chicago) la cual, más allá de denuncias y de que siempre ha alzado la voz contra la desigualdad racial, ha tenido un mensaje de amor que inició Radio Raheem con aquel Love and Hate y que hasta ahora es comprendido.
Tal vez por la urgencia de los tiempos o tal vez porque el producto (la película) es mucho más fácil de asimilar que en otras ocasiones. Es entonces también el refinamiento del oficio por parte de un cineasta que no pierde ápice de incendiario y genial, sino lo contrario.