Es un cliché, pero es cierto. También puede ser una justificación para evitar lo anodino de la existencia, pero seguirá siendo cierto: La vida se define por momentos.
Decía Lester Burnham, el ácido personaje de Kevin Spacey en American Beauty (Sam Mendes, 1999) que efectivamente el final de la vida era recordar esos momentos, ejemplificándolo en orden cronológico con estar acostado sobre el pasto, de niño, en un campamento. O las manos de su abuela y la forma como se sentía su piel. O la primera vez que vio el Pontiac Firebird de su primo Tony. Y terminando con imágenes de su hija y esposa, enojado por el amor que sentía hacia ellas y que no les supo transmitir. Claro, Lester hablaba desde la muerte y de cómo eran esos últimos segundos antes de que el alma se traslade a otro plano de la existencia. Fotogramas que en verdad deseamos sean una realidad cuando inevitablemente nos toque llegar a ese punto. Un álbum viejo y reconfortante.
Pero si de quien hablamos aun sigue vivo esas fotos son más frescas. Trascendentes si consideramos que este personaje no tiene ni 19 años. Momentos que lo han hecho el joven que es y el adulto que está por ser. Una película que continúa.
Para Mason (Ellar Coltrane), este adolescente en el umbral de la madurez, la memoria puede comenzar cuando siendo un niño de 6 años miraba el cielo recostado en el pasto. Casualmente o no, igual que Lester. Un primer vistazo a la magnificencia del universo. También forma parte de ese comienzo, sin duda, su primera mudanza de esa ciudad a la que apenas comenzaba a entender. Irse de ahí en un largo viaje por carretera con su insoportable hermana Samantha (Lorelei Linklater) al lado, al tiempo que descarga toda el reclamo sobre la culpable, su madre (Patricia Arquette). Separarse para siempre de su apenas mejor amigo con el que vio su primera revista de mujeres desnudas. Complicidad inexplicable. Un primer lazo real de amistad. Por eso duele, mata un poquito, y también hace crecer un montón.
Un par de años después otro momento importante podría ser la primera vez que vio a su madre enamorarse de su maestro de primaria. Esa mujer soltera e independiente cuya fuerza Mason aún no comprende y que súbitamente se parece a las mamás de los otros compañeros. Un shock de vida que, lamentablemente, también define.
Ese matrimonio trae nuevos hermanos. Amigos postizos a los que años después de forzada convivencia y justo cuando comienza a apreciarlos tendrá que abandonar. Una nueva mudanza. Un nuevo momento. Este, con su buena cuota de trauma pues ahora está huyendo de un padrastro violento y alcohólico con su madre anímicamente desbaratada. Y ahora ya no es el niño que veía hacia el pasto al inicio. Ya sabe de cosas como el dolor de las relaciones.
Afortunadamente no todo es drama. Y entre esos momentos habrá otros igualmente significativos aunque no lo parezcan. Como esa fiesta que por alguna razón se recuerda mejor que otras o aquel café que queríamos se alargara por días. Minutos sustanciosos que también definen.
Para Mason, esto viene con ciertos momentos en los que su madre se quita la armadura para volverse una amiga más. Una que solapa el aliento a alcohol y uno que otro porro. O que no tiene empacho con los novios evidentemente inadecuados para su hija. Ella, como la psicóloga que con base en mucho esfuerzo ha logrado ser, sabe ponerse en los zapatos de estos chicos. Pinceladas de empatía que contrarestan la constante adversidad. Y en este mismo marco están las visitas de su padre (Ethan Hawke), también llamado Mason. Ese hombre atravesado que al igual que a Lester le cuesta trabajo transmitir todo el amor y bienestar que desea para sus hijos. No es exitoso, aunque trata a su forma y a veces lo logra.
Como cuando llevaba a sus hijos a comer chatarra contra las indicaciones de su madre. O a ver un juego de baseball en lugar de hacer la tarea. De niño la emoción de ello es diferente, no se sufre, pero vaya sí se recuerda. O a jugar boliche. La frustración de no poder ni aventar bien la pesada bola se vuelve aprendizaje cuando su padre les prohibe usar las barras de ayuda. “La vida no te da esas barras”, dice él. Cotidianidades que importan.
O como cuando años después los pasea por un vecindario, y en lugar de tocar timbres y huir corriendo, van haciendo propaganda a favor del Partido Demócrata mientras quitar afiches de John McCain de los jardines se vuelve la travesura en turno. Momentos que son acompañados por música. Siempre ha habido música. En el auto, en la casa, en la escuela, en los paseos en bici, en los campamentos padre-hijo, en las pijamadas. Es importante que la haya. Ilustra mejor los recuerdos. Los afianza sentimentalmente. Y nos ubica como espectadores.
Principalmente, junto con el crecimiento de Mason y compañía, nos recuerda que el tiempo está corriendo. Que el tiempo es el verdadero protagonista de esta ¿película? que hemos estado viendo ya por dos horas y lo que falta.
Proyecto ambicioso y logrado. Adjetivos casi imposibles en una misma oración en el cine de hoy. Titánica obra que nos da una perspectiva inédita sobre “eso” que nos define como individuos. Película que, como pocas veces, podemos decir que se trata de todo. Biografía que, en la ficción, apenas comienza.
Un último instante, en el desierto. Uno hipnótico. Mason ha vivido divorcios ajenos, nuevos padrastros, madrastras, graduaciones, novias, joints, malentendidos, despedidas y todo eso de lo que se forma la adolescencia. Ahí, 12 años después y de nuevo frente a una eternidad que ahora en vez de cielo es dunas y montañas, parece que todo estará bien. Mason ya no está solo pero continuará creciendo. Dudando. Discerniendo. Aún falta vivir. Mucho. Y este instante de bienestar es el semi epílogo de un filme que lo ha dicho todo en la figura más común que pudo encontrar.
Continuidad. Momentos. Hiperrealismo cinematográfico. Vida.