BURNING

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.Por: Sergio Bustamante.

“No se trata de creer que está, sino de olvidar que no está”

Maravilla que una palabra pueda significar tanto. Que el sencillo título de una película apele a desentrañar una serie de cuestiones que pueden tomarnos días.

¿Qué se quema? O acaso ¿qué arde? Qué es y de dónde proviene esa llama a la que alude el cineasta Chang-dong Lee en su sexto largometraje.

En primera instancia, nos dice, es el deseo creativo del joven Jong-Su. De ejercer su carrera de escritor y plasmar en el papel la inspiración que no llega. Es también el ansia de escapar de la rutina de subempleos itinerantes así como de la sombra de un padre que espera condena por culpa de su propia llama interna, una que es violenta, incontrolable y que Jong-Su bien podría traer escondida en el ADN.

Es, también, la llama de la joven Hae-mi por encontrar el significado de la vida. Esa corazonada insistente de que existe una espiritualidad mayor que le dé sentido a todo. Una espiritualidad que sí va con sus deseos de llorar y con la sensibilidad con la que percibe el mundo. Un anhelo que espera encontrar en un viaje a África.

Hae-mi y Jong-su, amigos de una infancia que se recuerda borrosa a la distancia, se reencuentran y reconocen en ese contexto de una generación dominada por la incertidumbre, una generación desencantada. Ambos se entienden y se necesitan. El drama urbano que propone Chang-dong es familiar, pero está por transformarse.

Existe otro elemento, uno muy inquietante que responde al nombre de Ben, el joven con el que Haemi regresa de su viaje y quien resulta un desconcierto para Jong-su. No tanto por un sentimiento de celo como sí de comprender por qué alguien tan joven es exitoso y millonario si, en sus palabras, se dedica a “esto y lo otro”, a “jugar”.

Ben, a pesar de las apariencias, es amigable. Un especie de Gatsby oriental relajado que, en vez de meterse en la incipiente (o mal lograda) relación entre Haemi y Jongsu, los adopta cordialmente dentro de su círculo social. ¿No hay entonces avidez en Ben? ¿Una llama que lo motive a lo que sea? Dada su condición de tenerlo todo, podríamos adivinar que no. Pero Chang-dong ha sembrado ya un misterio. Uno que encuentra apenas una de sus tantas respuestas en la bellísima secuencia central de la cinta en la cual Haemi, de frente al crepúsculo, baila la danza de “la gran hambre” disfrutando al máximo el momento mientras ellos la observan sin compartir (o entender) su sentimiento.

Ahí Ben le confiesa a Jongsu que su pasatiempo es quemar invernaderos. Así, sin causa ni emoción alguna. Y ese es el punto de partida con el que Chang-dong da paso a un thriller de gran rigor pero mínimas convenciones. Uno que va a plantear muchas más preguntas pero ya no responderá ninguna.

¿Nos pasa así la antorcha del deseo de saber? ¿De descifrar lo que viene a continuación? No, pero sí de compartirla con un Ben que se comportará de formas cada vez más siniestras y con un Jong-su que en la mejor vena del Scottie de Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958) está desesperado por unir la piezas de un rompecabezas complejo y en el cual Hae-mi parece ya no figurar.

Chang-Dong altera nuestra percepción y juega la carta del título a placer y con maestría. ¿Es Burning el pasatiempo de un asesino? ¿El título de un cuento que Jongsu imagina y no puede terminar? ¿La rabia de saberse desfavorecido en la eterna lucha de clases? ¿La frustración de no poder recordar un momento clave de la infancia?

Las descripciones que nos ofrece el guión son tan ambiguas como las de Barn Burning, cuento de Haruki Murakami en el cual está semi basada la cinta. Pero los elementos y el lenguaje que le imprime Chang-Dong son brillantes y de una reflexión mayor. Desde la constante literalidad que abarca lo mismo a Faulkner y su “El Sonido y la Furia” (ojo con esa analogía) pasando por F. Scott Fitzgerald, hasta la figura de un protagonista que sea tal vez el gran autor de lo presenciado.

Burning envuelve su inquietante thriller psicológico en una olla de lenta cocción. Transita con calma varios puntos de vista sin dejar que el espectador se sienta cómodo. Sin permitir deducciones certeras y a cambio haciendo que juzguemos una y otra vez equivocadamente a sus personajes. Nuestro compás moral hace corto circuito. Chang-dong así lo quiere y lo logra porque las ausencias (de respuestas y personajes) dan para lecturas donde el eje común es la malicia. ¿Y lo es? O es que acaso la vida moderna nos ha orillado a ver todo con esa doliente desconfianza.

A observar y convivir a través de un filtro de revanchismo y crisis existencialista. Una crisis de corazones en llamas destinados a desvanecerse, como humo…

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