En el mes que acaba de terminar y en los primeros días del que acaba de comenzar, la Ciudad de México ha vivido jornadas de preocupación y de creciente molestia a causa de la contaminación ambiental, que ha alcanzado niveles que, según los expertos, resultan ya peligrosos para la salud de los habitantes de toda la zona conurbada del Valle de México. A decir verdad, a mí siempre me ha parecido sospechosa esa determinación matemática exacta del punto a partir del cual la suciedad del aire comienza a ser “peligrosa” o “nociva” para las personas, pues pienso que la simple lógica que subyace siempre al sentido común, diría que si una sustancia x (cianuro de potasio, pongamos por caso) es veneno para el organismo, lo será siempre en cualquier cantidad que la ingiramos, y que la diferencia entre consumir poco o mucho de ella consistirá solo en la gravedad del daño causado, pero siempre habrá alguno por mínimo que sea. Dicho en pocas palabras: la atmósfera que respiramos debe estar limpia siempre (al menos lo más limpia que se pueda), libre de contaminantes nocivos de cualquier tipo y en cualquier cantidad que sea, y no preocuparnos solo cuando alcanza niveles visiblemente peligrosos.
Pero al margen de que nos parezca que hay mucho de alharaca demagógica en el escándalo informativo y en las medidas “de emergencia” que apresuradamente se toman cuando la contaminación rebasa un punto matemáticamente calculado (como si respirar porquería por debajo de ese punto fuera alimenticio), lo que por ahora me interesa más es examinar la eficacia y alcances de esas mismas “medidas de emergencia”. ¿A qué se constriñen tales medidas? A prohibir a los ciudadanos el uso de su coche (o de cualquier automotor de combustión interna de su propiedad), que seguramente adquirieron precisamente para circular en él o como herramienta de trabajo, con lo cual se viola flagrantemente uno de los principios básicos, casi sagrados podría decirse, de un régimen políticamente “democrático” y económicamente autodefinido como “economía de libre empresa” o “de libre mercado”. Ese principio no es otro que el respeto irrestricto a la propiedad privada, propiedad que, a su vez, es definida por cualquier “Estado de derecho” como la libertad de todo propietario para hacer uso y abuso de cualquier bien de su propiedad, sin más límite que su conveniencia y voluntad soberana. Y ahora nos salen con que “dice mi mamá que siempre no”, que puesto que la salud de todos está por encima de cualquier derecho privado, los dueños de un vehículo automotor solo podrán hacer uso de él cuando el poder público se los permita.
Muy bien, decimos nosotros. Pero si eso es así, entonces la medida restrictiva deberá necesariamente alcanzar a todos aquellos que, de una o de otra manera pero de modo cierto e indudable, contribuyen a la contaminación del ambiente. Y no es así. La limitación de la libertad de circular afecta solo (o al menos más severamente) a los propietarios individuales y aislados, que no tienen, por lo mismo, ningún poder económico y político para protestar y defenderse contra la medida; pero prácticamente no toca a los poderosos pulpos del transporte de pasajeros y de carga, es decir, a quienes poseen cientos y aún miles de unidades que circulan por todo el país y, por tanto, también en la Ciudad de México, y que están perfectamente organizados para defender sus intereses de grupo. Aquí se ubican también, desde luego, los monopolizadores del transporte urbano en todo el Valle de México. Las unidades de todos ellos, casi todas movidas con diésel, arrojan gruesos chorros de humo negro por el escape a la vista de todos, es decir, contaminan ostensiblemente, a ciencia y paciencia de las autoridades. Lo mismo ocurre con las unidades que prestan servicio al gobierno de la ciudad, los camiones recolectores de basura y las pipas que reparten agua o riegan parques y jardines, que son verdaderas chimeneas rodantes que arrojan enormes cantidades de humo a la atmosfera contaminando horrible e impunemente el aire que respiran los capitalinos. Para colmo de males, las medidas “de emergencia”, como lo prueba la situación actual, no atacan el problema a fondo, no van a la raíz del mismo y, por tanto, no son una solución radical y permanente; son simples arbitrios improvisados para salir del paso, verdaderos mejorales para curar un cáncer, razón por la cual podemos estar seguros que el problema volverá a resurgir en el futuro, solo que corregido y aumentado drásticamente, tal como está ocurriendo hoy.
Pero el carácter superficial y paliativo de las medidas no debe ser atribuido a ineptitud, desidia o ignorancia supina de las autoridades. La verdadera razón para no ir al fondo del problema y para no adoptar las medidas correspondientes, radica en que una política de esa envergadura afectaría intereses muy poderosos, con capacidad suficiente para poner en muy serias dificultades la estabilidad política y económica del país. Por ejemplo, los expertos ambientalistas aseguran que más del 90% de los contaminantes de la atmósfera brotan de los escapes de los automóviles privados, pero no faltan las voces de algunos conocedores que sospechan que ese cálculo no es todo lo científicamente imparcial que debiera, y que, más bien, está hecho con la intención de encubrir a los contaminantes más poderosos, tales como las industrias que queman combustibles fósiles y las que producen varios tipos de gases tóxicos que arrojan directamente a la atmósfera. Esto vendría a sumarse a la protección de los gigantescos pulpos del transporte de pasajeros y de carga.
Pero hay un responsable mayor del problema al que no se le toca ni con el pensamiento, y ese es, precisamente, la industria del automóvil y de los automotores en general. Resulta un verdadero contrasentido quejarse tan estentóreamente de la contaminación que provoca el automóvil privado y, al mismo tiempo, otorgar todas las facilidades a las empresas fabricantes de automóviles para que se instalen en el país; o hacer la vista gorda ante la intensísima campaña de medios para inducir al ciudadano a adquirir un automóvil (o varios, uno para cada miembro adulto de la familia, si su economía se lo permite), a crédito o al contado y, de ese modo, “realizar el sueño de su vida”; o seguir gastando ingentes cantidades de dinero, que podrían tener un mejor destino, para abrir nuevas “vías rápidas”, hacer pasos a desnivel, puentes elevados, ampliar calles y avenidas, y ahora, en el colmo del absurdo, construir carreteras, una sobre otra, a costos elevadísimos, con tal de que las ciudades den cabida a más y más automóviles en sus calles. Es también una inequidad flagrante, hacer responsable al propietario de un coche por la cantidad de contaminantes que emite, mientras que a los señores fabricantes se les deja en absoluta libertad para determinar todas las características de su producto, sin ninguna responsabilidad social.
No hay duda: la terrible contaminación de la atmósfera que respiran los habitantes de la Ciudad de México y de prácticamente todas las grandes ciudades del país y del mundo, es responsabilidad, en última instancia, de los grandes monopolios capitalistas, cuya preocupación fundamental y casi única es la obtención de la máxima ganancia a costa de lo que sea, incluida, desde luego, la salud de los consumidores que, a buen seguro, piensan que no es en absoluto asunto de su incumbencia. Y no solo la contaminación atmosférica, sino toda la depredación de los recursos naturales del planeta, que viene de varios siglos atrás y cuyo próximo agotamiento está haciéndose visible bajo la forma del calentamiento global, es también fruto del abuso que el capitalismo irracional, el sistema económico más voraz e inhumano que ha conocido la humanidad en toda su historia, ha hecho de tales recursos que, en estricto derecho, pertenecen a toda la humanidad y no solo a un puñado de poderosos monopolios ansiosos de ganancia. Planteado así el problema, la pregunta obligada es: ¿Podrá algún día resolverse dentro de los marcos de este mismo sistema? Lo más probable es que no.