Wendy Dinora Huerta
Hace 200 años inició la lucha por la emancipación de nuestro país luego de tres siglos de colonialismo español. Hoy cuando el espíritu nacionalista aflora y por lados abundan los festejos patrios, la otra cara no es invisible: estamos cooptamos no sólo por la clase dominante local y extranjera, sino también por la corrupción, la inseguridad y la crisis en nuestro propio país.
Más allá de la versión oficial sobre el inicio la lucha independentista en la que destaca la unión de criollos, mestizos e indígenas ante el hartazgo provocado por los abusos de la Corona española, no debemos perder de vista de que la búsqueda de la emancipación nace precisamente de las clases locales beneficiadas con los privilegios otorgados por el monarca y los cuales son afectados con la aparición de las Reformas Borbónicas.
Durante los siglos XVII y XVIII los criollos lograron acceder a puestos de la administración pública y tuvieron control directo sobre las actividades económicas de la colonia. Sin embargo con la dinastía borbona se implantaron entre 1760 y 1808 cambios en materia fiscal, en la producción de bienes, en el ámbito del comercio y en cuestiones militares que procuraban aumentar la recaudación impositiva en beneficio de la Corona y reducir el poder de las elites locales y aumentar el control directo de la burocracia imperial sobre la vida económica. Ello provocó la inconformidad de las élites locales y contribuyó a la aceleración de la lucha emancipatoria.
El hecho histórico por sí solo da cuenta de que desde el inicio de la lucha por la independencia, y posteriormente su consumación, las decisiones que han marcado el rumbo de México han estado a cargo de las élites política y económicas pero muy lejos del pueblo. A 200 años después, las cosas no son diferentes: los grupos políticos asume las acciones que deben tomarse en el gobierno y que afectarán a todos los sectores, a unos de manera positiva mientras que a otros los condenarán todavía más a la exclusión. Son ellos quienes determinan programas, obras, endeudamientos, cargas impositivas, leyes y hasta la forma en que se reparten los espacios de gobierno, mientras que al resto de la población no le queda más que aceptar para ser incluido en el sistema.
Ni siquiera nuestra propia clase gobernante actúa con independencia, menos aún cuando el Estado ha sido tan debilitado y cooptado por poderes fácticos como los monopolios empresariales, las televisoras y la delincuencia organizada. Los organismos financieros internacionales también hacen su parte al dictar las políticas económicas que deben regir a los países considerados subdesarrollados, entre ellos México; las compañías transnacionales que acaparan los recursos locales, y que decir, de Estados Unidos, que aún nos considera su patio trasero y se da el lujo decidir sobre la vida nuestros hermanos migrantes, agredirlos y ofenderlos.
Nosotros mismos ¿podemos gozar de independencia cuando hemos tenido que cambiar nuestro ritmo de vida por los altos niveles de inseguridad que transgreden la tranquilidad de nuestras familias? Como nunca los mexicanos nos sentimos atrapados ante la amenaza de extorsiones, secuestros, asesinatos, robos y agresiones por parte del crimen organizado y no sentimos ni siquiera la protección de nuestras autoridades ni la tenemos la certeza de realizar nuestras actividades diarias en un entorno seguro.
El nacionalismo exaltado durante los festejos por el Bicentenario de la Independencia en definitiva no debe alejarnos de la situación que vive nuestro país sino permitirnos la reflexión y crítica hacia todo lo que en estos momentos nos implica el ser mexicanos y el vivir en un país que no ha alcanzado su plena autonomía ni ha propiciado el desarrollo para toda la población.