No están ustedes para saberlo, ni yo para contarlo, pero María llegó. Viene de vacaciones. Yo juraba que venía a vernos pero no. Vino a tramitar la visa. Claro que nos hemos visto, pero así que Usted diga que vino a vernos, a vernos, a vernos, pues naranjas.
Recuerdo que en 2011 escribí en relación con sus XV años: “Yo encuentro a María exactamente idéntica a los días previos -hermosa, por supuesto-; no obstante, no deseo destacar ese hecho en particular; a lo que me refiero es a que la hallo exactamente igual a como la vi el martes, el lunes o el miércoles de la semana pasada; la miro y la remiro, y me imagino que siempre va a ser así, una persona ajena a mí y sin embargo, más mía que cualquier otra persona o ser que pueda imaginar. Un hijo es lo más propio y lo más ajeno que sea posible concebir; son, molécula a molécula, íntima parte nuestra, producto de nuestros genes; y sin embargo, almas y anhelos (la pasta de los sueños y de nuestra individualidad), con vida y aliento propios.
La observo, pues, y creo que el tiempo no ha transcurrido; que desde hace 15 años ella ha estado ahí -y, más aún, sé que desde siempre lo estuvo-. Yo siempre quise una niña. Y es ésta y se llama María.
Ahora, cosas de la edad, se ha posesionado de la casa; se quema las neuronas hablando por celular a todas horas; se pinta y se despinta las uñas con una frecuencia insólita que me hace pensar que tiene más de cinco dedos en cada mano y en cada pie; chatea como loca -el Facebook es parte importante de su biografía-; espejos, rímeles, sombras, peines, cremas, estuches y broches desaparecen de cualquier sitio para ir a aparecer en sus cajones; bebe zumos de zanahoria (que yo le hago) para broncearse sin riesgos; olvida olímpicamente a Florencia, ella, que me la pidió como si le fuera la vida en ello cuando tenía ocho años; y es en el firmamento del hogar una especie de sol en donde todos los demás oficiamos en calidad de algo así como planetas girando en torno suyo, todos menos Adolfo, quien es una especie de satélite… artificial”.
Un año más tarde, comentaría: “Estos párrafos los escribo a escondidas. Me temo que, si María se llega a enterar de su existencia, me retire el saludo -es en serio, ustedes no la conocen… yo sí; tiene el carácter más disparejo que una calle de Parral-. La cosa es que a mí me tenía muy preocupado qué iba a hacer con su vida. Claro que solamente tiene 15 años y yo no sé porqué me preocupaba tanto la cosa (si hay gente que a los 30 todavía no tiene ni idea), pero la verdad es que yo me preguntaba, de vez en vez, por dónde irían los tiros.
La primera luz la vi meses atrás cuando la interfecta se preguntó en voz alta, delante de mí, qué para qué iría a servir, porque no se veía ningún talento en particular. Huelga decir que me dieron ganas de felicitarla por su honestidad intelectual, pero me mordí la lengua y contesté con alguna ambigüedad”.
Después en 2013 escribí: María, mi pequeña María, “no deja de sorprenderme. Desde hace semanas, noto en ella una nueva actitud que, por decir lo menos, me tiene gratamente turulato. Al lado de la María de hace unos meses, un poco distante, ensimismada en su adolescencia, viviendo a plenitud los goces de los brillitos sobre su cutis, la chapitas en las mejillas, el uso del rímel y el carmín en los labios, indolente con todo lo que no empezara y terminara en ella, más o menos preocupada por su futuro, está esta otra María; una que continúa gozando de las frivolidades de la vida pero, al mismo tiempo, con el mismo esmero que se acicala frente al espejo, se empeña en aprender chino; en tomar clases extras de matemáticas; en preguntarse con toda seriedad a dónde vamos a parar con el asunto del Vivebús, la huelga de los maestros y, no hace tanto, el mausoleo de Villa. Yo quiero a María. Mucho. Sin importar cómo sea ni qué piense; ni qué haga o deje de hacer; la quiero como quiero a Luis o a Adolfo, que no necesitan complacerme ni contentarme para que desee verlos o estar con ellos. Pero este relanzamiento de mi hija me gusta mucho más que la versión anterior”.
Continuará…
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