Señalaba en la reseña de Pacific Rim (2013) que pocos cineastas han desarrollado sus influencias de la forma cómo lo hace Guillermo del Toro. Dos años después de aquel personalísimo apocalipsis, con el estreno de Crimson Peak Del Toro se confirma como el director más brillante de su generación, al menos en lo que se refiere al cine de género. Y lo hace con un drama romántico cuya fachada de filme de horror ha despistado a un buen sector del público, pero que no por ello pierde sus valores como obra.
Tenemos así un conflicto en el que Edith Cushing (Mia wasikowska) una chica aspirante a escritora (de amor, naturalmente) se enamora de Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) un aristócrata británico que llega a Estados Unidos en busca de apoyo para una especie de proyecto minero. En medio de ellos está el empresario Carter Cushing (Jim Beaver), el padre de Edith, quien aparte de rechazar la propuesta de inversión de Thomas, se opone a que ambos mantengan una relación, por lo que manda a investigar al supuesto. Como es de esperarse, Thomas tiene un pasado que no es revelado, así que el señor Carter lo soborna para que él, junto con Lucille Share (Jessica Chastain) su misteriosa hermana que más bien parece su sombra, desaparezcan de la vida de Edith.
Un accidente y la necedad de Thomas provocarán que finalmente ambos estén juntos y ahora se dirijan, ya casados, a habitar Allerdale Hall, la vieja mansión familiar ubicada en una colina cuyo mote es Crimson Peak y al que Edith no es ajena, pues en su infancia el fantasma de su fallecida madre le advirtió respecto a los peligros de ese lugar. Ahora la chica deberá saber si aquello era sólo un producto de su imaginación o en verdad corre peligro.
Si bien Crimson Peak deja clara su forma en la introducción In medias res en la que vemos a una Edith con la cara ensangrentada para, acto seguido, ir a su niñez y el encuentro con el fantasma de su madre, es justo hasta el punto en el que llega a Allerdale Hall, es decir ya pasado su primer punto de inflexión, en el que Del Toro comienza a evocar todo lo que este filme es.
La historia de terror, esa en la que Edith tendrá que descubrir los misterios que encierra esa vieja mansión y por qué su vida está en peligro, son meras subtramas ante el núcleo de una historia de amor, traición, pasados, presentes y futuros- y también ante la mansión misma, elemento al que Del Toro da vida con lujo de detalle y cinematografía.
Trabajo de Thomas E. Sanders y Brandt Gordon, diseño de producción y arte, respectivamente, Allerdale Hall es un lugar bellamente roído en la línea del mejor subgénero de casas embrujadas, con referencias literarias directas a La Caída de la Casa Usher (Edgar Allan Poe) y a antecesoras fílmicas como The Innocents (Jack Clayton, 1961), The Uninvited (Lewis Allen, 1944) The Shinning (Stanley Kubrick, 1980) et al, es decir, con vida propia y como personaje. Con sótanos prohibidos, puertas cerradas bajo llave, elevadores que emanan peligro, duelas destruidas que crujen al mínimo peso, techos que saludan al fugaz sol de invierno y, su detalle particular y lo que la distingue: la tierra sobre la que está ubicada, la cual posee una condición química arcillosa que le otorga un tono rojizo sangre.
Esta mansión que sangra sus secretos, urgida a revelarse por medio de entes igualmente detallados y que, como era de esperarse con Del Toro, apenas y usan CGI, es el núcleo alrededor del cual se dispone y desarrolla un trío no menos colorido que le da y quita vida.
Ahí, en ese contraste, entre el negro institucional de Lucille y el blanco o amarillo de Edith cual canario que fue atrapado en una jaula custodiada por un ave de mayores vuelos, una ave cruel, Crimson Peak se vuelve a materializar como los cuentos de hadas a los que tanto ha recurrido Del Toro no como director, sino como autor. Un cineasta que construye universos a base de un sello identificable, uno que, como se dijo en la introducción, desarrolla sus influencias en historias que bajo su coraza siempre tienen segundas lecturas.
Lo que sucede con Crimson Peak es que su atmósfera avasalladora no deja parpadear, no da un respiro para degustar mejor una narración que se cuenta hasta con sombras, close-ups y travellings que son transiciones cual si fuera el cambio de página de una novela que nos están narrando; como cuando Lucille y Thomas exhiben por primera vez sus intenciones bajo la sombra de un árbol en un espacio soleado. O como cuando Lucille insiste a Edith en tomar un té con sabor amargo tal y como los Castevet con Rosemary antes revelarse en Rosemary’s Baby (Roman Polanski, 1968). Meros guiños ante una historia que va hacia otros terrenos.
Del Toro cimenta para Edith y Thomas un camino que ya antes habían transitado Ofelia en El Laberinto del Fauno (2006) y Santi en El Espinazo del Diablo (2001), aunque ahora con una fantasía tan portentosa que es clásica y nueva a la vez. Y ese logro no podría ser siquiera un acierto involuntario, sino producto de una visión única.
Tan bienaventurado Del Toro con su Crimson Peak, que hasta tuvo la suerte de que Benedict Cumberbatch abandonara el proyecto ya en plena producción y su personaje, el de Thomas Sharpe, recayera en un actor con un registro mayor como lo es Tom Hiddleston, quien aparte de todo aporta una química que Cumberbatch no hubiera logrado con la siempre impecable y ahora más vampiresa que nunca Jessica Chastain.
De unos años a la fecha, pareciera haber un discreto ejército que siempre vilipendia la obra de Del Toro incluso antes de su estreno y con argumentos cada vez menos convincentes. Hoy, por mucho que se esfuercen, la verdad es que he aquí una de las mejores películas de un cineasta que sin empacho ya podemos ir llamando genio.