Primero y ante todo, la verdad: Dallas Buyers Club es un melodrama común. El arco narrativo bajo el cual se desarrolla no es tan diferente del que tanto usan (abusan) las llamadas telenovelas. ¿De dónde viene, entonces, el prestigio de este filme? De aspectos comerciales, entre otras cosas; y las actuaciones de sus protagonistas, sobre todo. Sin embargo, Dallas Buyers Club posee un fuerte matiz que es capaz de virar el mundo de esos protagonistas. Y es en uno de sus lados (el más dramático, naturalmente) donde está una historia interesante.
Conozcamos a Ron Woodroof, el vaquero de rodeo arquetípico y un poco más: mujeriego, alcohólico, homofóbico, estafador, etc. En el año de 1985, tras un accidente laboral y su posterior atención, Ron se entera que es portador del virus VIH. Peor aún: de acuerdo con los doctores, su conteo de plaquetas es alarmante y le dan, aproximadamente y cuando mucho, un mes de vida. La reacción esperada y natural es la negación. Pero él siente que algo dentro de si no está bien, no es normal. Ron investiga y la lucidez del recuerdo le confirmará sus peores sospechas. El filme que hasta este punto era casi atípico se transforma en el melodrama mencionado.
¿A qué obedece el adjetivo de atípico? Primero a la forma de presentar al protagonista. Destellos de imperfección, saltos a su vida con un estilo de cine rústico, feroz. Planos cerrados, obscuros, rápidos, a veces close-ups a una mirada que más que presentar a Ron Woodroof, lo exponen. Silencios. Éste es él y su vida. Las posibilidades de un filme poderoso se diluyen ante el descubrimiento de su enfermedad y el espontáneo deseo de supervivencia de un hombre que bien habría podido esperar o buscar la muerte. Y es que Dallas Buyers Club, no olvidemos, es una historia verdadera.
Vale entonces acomodarse al modelo, a lo que dictan las reglas. Para un filme que por falta de presupuesto casi estuvo a punto de no ser en el primer día de filmación, la premura comercial es doble. Dallas Buyers Club se transforma en un reto para el director Québécoise Jean-Marc Vallée. El de contar una historia melodramática sin caer en el sentimentalismo gratuito y otras trampas. Afortunadamente, el filme tiene recursos que lo rescatan de dichas características.
El mayor de ellos, sin duda, narrar la historia del protagonista con base a la realidad y adversidad que le tocó enfrentar en aquel 1985 y los años posteriores al descubrimiento de su enfermedad. Es decir, el caso de Woodroof es la excusa de Craig Borten y Melisa Wallack —guionistas— para enmarcar un retrato de la sociedad y sus estigmas ante una enfermedad de la que poco se sabía y ante la comunidad que más la padecía: la homosexual. Y, en segundo término, de como afrontaron las instituciones aquellos primeros años de lucha contra el SIDA.
Ron Woodroof (el mejor Matthew McConaughey que se haya visto y ahora ganador del Oscar) está fuera del rodeo y de la fiesta. Ya consciente de la realidad busca alargar su vida. La escasez de dinero —y corrupción— para solventar el tratamiento autorizado lo llevan de viaje hacía México, donde conoce a un doctor sin licencia que experimenta con tratamientos altamente efectivos en comparación con los oficiales, pero, obviamente, sin aprobación oficial de la FDA (Food and Drug Administration) de los Estados Unidos. La industria farmacéutica es un negocio y Vallée se encarga rápidamente de que sea el antagonista de su filme. Pero no el único.
Decíamos que Dallas Buyers Club era también un repaso de la sociedad estadounidense de los ochenta ante una pandemia que causaba un miedo lleno de prejuicios y mal informado. Ron Woodroof, cargado de medicamentos alternativos y naturales, cruza la frontera de México—Estados Unidos con la idea de hacer un negocio redondo para él, pero el camino lo lleva, casi involuntariamente, a copiar un modelo de negocio en desarrollo: un club medicinal que vende membresías (ayuda) para los infectados de VIH y con ello, de paso, ser el estandarte de la lucha contra esos miedos y el sistema que los origina. Lucha que se toma en serio y absolutamente suya cuando comienza a fraternizar con los de su condición y todos aquellos que lo apoyan. Notamos entonces, que ese primer vaquero que conocimos, el que aborrecía la homosexualidad, no era tan fiel a una idea propia como sí a las circunstancias que lo rodeaban, es decir, un contexto de ignorancia, salpicado de prejuicios. Los cuales se acentuarán conforme avanza el relato. Sin embargo, ojo: esto no significa un cambio radical en su persona. Si bien existe una curva narrativa evidente que nos muestra que este hombre posee capacidades que desconocíamos (la forma metódica de organizar su club, por ejemplo) Vallée expone a un Ron que se aferra a algunas nociones pertenecientes a su época de vaquero gamberro. Y esto es un gran acierto.
La lucha de Ron es motivada, de alguna forma, por esas mismas ideas, esa necesidad de salirse con la suya. De encontrar en la ley la mínima grieta para continuar vendiendo medicinas sin aprobación. De demostrar que él puede domar al toro que le pongan enfrente, aunque ahora lo haga desde el otro lado del espectro. Aunque ahora el toro sea más grande y le exija más que ocho segundos de resistencia. Convencionalmente no está solo. Resaltando entre sus aliados, Rayon (Jared Leto en la actuación de su vida), el transexual que casi imperceptiblemente y hasta con un acento de comicidad, lo vincula aún más a la causa.
Es, finalmente, el mismo Ron, con dejos de egoísmo, pero recargado. Molesto y sobre todo, humanitario. Inédito, si se quiere, para el estereotipo que irremediablemente conlleva este melodrama.
Dallas Buyers Club, es pues, también la historia de todas esas adversidades, de esos “enemigos”. Una historia sobre cómo una enfermedad puso de cabeza a un país que no la vio venir (antes que al mundo) junto con los preceptos de hermandad e igualdad que tan hipócritamente pregonaban. Desde el vaquero homofóbico que debe rehacer su vida, hasta el médico que parece desconocer el juramente hipocrático. Desde las instituciones cegadas ante el negocio, hasta un gobierno pasivo e ineficaz. Y, más que nada, de una sociedad falsa que nos resulta muy familiar.
Existe aquí un reflejo y denuncia enérgica que aunque perteneciente a un tiempo pasado, parece perseguirnos hasta este siglo. Ahí está la urgencia de un filme como Dallas Buyers Club y de las consideraciones que expone.