Las formas de gobierno absolutistas, dictatoriales, autoritarias, se caracterizan esencialmente por mantener a las masas populares apartadas de la cosa pública, totalmente alejadas de la actividad de gobernar y sin ninguna posibilidad real de participar en las grandes (y aún en las pequeñas) decisiones que tienen que ver con sus libertades, con sus derechos y con sus niveles de bienestar. En cambio, es casi un lugar común escuchar, y leer en los grandes tratadistas de la cuestión, que la ventaja de la democracia frente a los regímenes anteriores consiste, precisamente, en que ésta convierte a la política en un asunto público, en que logra por primera vez que el arte de gobernar deje de ser tarea sólo de los especialistas, de pequeños círculos de iniciados, para pasar a ser tema de discusión y de interés de las grandes mayorías y en que abre para éstas la posibilidad de intervenir y orientar las decisiones trascendentales que les atañen.
Sin embargo, no todos los que se dicen demócratas, y hablan de la cuestión en cuanta ocasión se les presenta, entienden el concepto de la misma manera y se apegan estrictamente al requerimiento esencial del mismo a que nos hemos referido hace un momento. Muchos, la inmensa mayoría me atrevería a decir, tienen un concepto restringido y francamente utilitarista de la democracia. Para ellos, ésta sólo puede y debe consistir en el derecho del pueblo a elegir libremente a sus gobernantes mediante el voto universal, directo y secreto; pero una vez hecho esto, debe renunciar a toda otra forma de participación en la vida pública, dejando en manos de los elegidos, de los que “sí saben”, la tarea de construir, a su leal saber y entender, sin ningún tipo de interferencias, la felicidad de sus electores. En síntesis, para la generalidad de los políticos, la democracia se reduce al derecho de la masa a darse un amo con poderes absolutos para decidir sobre vidas y haciendas.
Como entiende cualquiera, este punto de vista contradice lo que los teóricos consideran como el lado más amable y progresivo de un gobierno democrático. Para que éste sea tal, no basta con que sea elegido libremente por los ciudadanos; es necesario, además, que no sólo permita sino que, aun, fomente distintas formas de participación activa de las mayorías, de manera que éstas, con su acción, acoten el poder de los distintos organismos gubernamentales para evitar que se desborden y atropellen al ciudadano indefenso, y orienten las decisiones más importantes de todo el aparato, garantizando así que sean siempre tomadas y ejecutadas, pensando en el beneficio de todos y no sólo en el de los pequeños grupos privilegiados.
Ahora bien, la forma más concreta y eficiente en que pueden participar las masas en el quehacer político de una nación, con probabilidad de éxito, la constituyen las organizaciones sociales. En efecto, dichas organizaciones no solamente les permiten unificar criterios sobre los distintos problemas que las afectan y, por tanto, proponer soluciones efectivas y racionales a los mismos; también son remedio eficaz en contra de la pulverización de fuerzas característica de los grandes conglomerados no organizados y, por lo mismo, una vía segura para ganar peso específico en el panorama nacional y, con ello, aumentar sus posibilidades de ser escuchados y atendidos en sus planteamientos.
Quienes ven en la profesión de fe democrática sólo un buen disfraz para alcanzar el poder por vía legítima para luego volverlo en contra de quienes lo llevaron a él, le temen como a la peste a las organizaciones sociales justamente porque ven en ellas el mejor antídoto contra sus mal disimuladas inclinaciones dictatoriales. Llegan, en su inquina, a declarar que organizarse para la defensa de los intereses colectivos es un delito al que hay que perseguir sin reparar en los medios para ello. Están equivocados. Organizarse no solamente es un derecho consagrado por la Constitución General de la República; la misma definición clásica de Estado implica que la sociedad puede y debe darse todas las estructuras (y no sólo las propiamente gubernamentales) que considere indispensables para la estabilidad del todo. Así, la organización popular no es sólo un derecho; es, debe ser, parte esencial de un Estado verdaderamente democrático.
Un gobierno que se dice demócrata y conculca el derecho a la libre asociación ciudadana, o simplemente la ignora no dialogando con ella ni respondiendo a sus demandas, no sólo es una contradicción evidente; es, además, una amenaza a la paz por cuanto que cierra lo que, en más de una ocasión, es la única válvula de escape a la presión social.