(Inició abril y el horario de verano)
Por Marco Antonio Flores Zavala
“Algo le duele al aire,
del aroma al hedor.
Algo le duele
cuando arrastra, alborota
del herido la carne,
la sangre derramada,
el polvo vuelto al polvo
de los huesos.
Cómo sopla y aúlla,
como que canta
pero algo le duele.
Algo le duele al aire
entre las altas frondas
de los árboles altos.
Cuando doliente aún
entra por las rendijas
de mi ventana,
de cuanto él se duele
algo me duele a mí,
algo me duele.”
El pasado miércoles, uno de los días de viento de marzo, murió la maestra Dolores Castro (Aguascalientes, 1923 –Ciudad de México, 2022). Le cito como maestra, antes que escritora, porque fue docente en la Escuela de Periodismo Carlos Septién.
El mismo día miré duelo en blogs y avances en los periódicos tradicionales. Le citaban como poeta, escritora y maestra.
Un dato lo ponían como tangencial: estudió derecho en la UNAM. Hizo esa carrera y luego Literatura; la primera era casi tradición familiar. Sus ascendientes paternos fueron zacatecanos que ejercieron la política y la abogacía, egresados del Instituto de Ciencias.
Aunque nació en Aguascalientes, ella vivió parte de su infancia en la ciudad de Zacatecas; luego en la capital del país. Aquellos eran los años de la Cristiada, el Maximato; los años fundacionales del reconocimiento a Ramón López Velarde; del abandono de la vetusta Zacatecas por parte de familias que veían el desacomodo del orden porfirano.
Las biografías cuentan que la niña “Lolita” vivió donde su abuela materna María Isabel Vázquez del Mercado Novoa –esposa, viuda de Leonardo Varela Torre-. Me va citar de ella: su parentela era fundadora de la municipalidad de Calera. La maestra Castro tuvo una abuela materna longeva: murió a los 100 años.
Su bisabuelo paterno y un tío abuelo paterno fueron gobernadores del estado; ejecutivos interinos en momentos de crisis –la guerra de Reforma y la Revolución-. No hubo pobreza en la familia, hubo estabilidad merced al trabajo de abogado del bisabuelo, el abuelo y el padre. Aunque vivió en el peligro que padeció la región ante la revuelta cristera.
De sus recuerdos e imaginación –unas veces, casi lo mismo-, más su capacidad de escritora, creó la novela La ciudad y el viento, 1962-: “Esta es una ciudad devastada por un incendio, en la que no han acabado de arder las gentes ni las cosas…”
***
El día de su muerte y al siguiente fue tendencia la maestra Castro. Hecho que yo no veía desde hace tiempo.
No era noticia, sino reconocimiento a su trabajo docente y como crítica literaria.
El miércoles busqué la novela y algunas copias que tengo de cuando publicaron Ocho poetas mexicanos. No di con ello. Lo presté y no lo han devuelto.
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El jueves estuve en la librería André-a. Procuré de la escritora. ¡Nada encontré! Por convalecencia y el ambiente en la ciudad, ya no subí a la librería de Alma Ríos.
En André-a me regalaron una bolsa y separadores. Me gustó el gesto.
Caminé con mi bolsa verde reciclable por Gómez Farías, Hidalgo y Rosales. La edad, la salud y los días de ocio secular y religioso me darán chance para una lectura quieta.
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Por cierto, don Alfonso Toro Castro, el autor de los libros de secundaria, los de la época escolar de la maestra Castro, era tío algo de ella. Ella tan sacaralizante y buena persona, y el abogado Toro, tan ideólogo del Estado anticlerical y contra de la revuelta cristera…
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“[Sequía]
En espera, tendida como hierba
que apresura su flor en la sequía,
oigo el viento quebrado,
el espiral, la seña.
Quiero decir ahora,
que yo amo la vida:
que si me voy sin flor,
que sino he dado fruto en la sequía,
no es por falta de amor.
Quiero decir que he amado
los días de sol, las noches,
los árboles, el viento, la llovizna.”