Por: Sergio Bustamante.
Temida durante décadas como una epopeya “infilmable”, El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, es una obra que tuvo varios intentos de adaptación al cine y la televisión antes de la exitosa versión de Peter Jackson que todos conocemos.
Desde caricaturas y cintas enfocadas totalmente al aspecto medieval, hasta un musical protagonizado por los mismísimos Beatles que al final no vio la luz. Parte de aquella desesperada y fallida intentona de United Artists por aprovechar los derechos sobre la obra, fue que la mayoría de los directores a los que se les ofreció el trabajo rechazaron la oferta por tiempo o porque simplemente creían que era imposible adaptar el mundo de Tolkien a la pantalla. Stanley Kubrick fue uno de los más vocales en esto aludiendo que su visión jamás podría ser viable bajo el sistema de estudios.
Años después y con la tecnología suficiente, Jackson demostró que una versión decente sí era posible.
La palabra clave sin duda, aparte de la libertad creativa, es tiempo. Si bien el rodaje sí tenía un calendario y el debido deadline, el hecho de poder dividir la trama en una trilogía permitió que la adaptación hiciera justicia al vasto mundo que describía Tolkien.
Años antes de este feliz y multipremiado caso de éxito, tuvimos el ejemplo opuesto con Dune, de Frank Herbert, y la adaptación intentara David Lynch en 1984.
Siendo igualmente una (muy) extensa saga fantástica a la que ya antes muchos cineastas le habían huido por las mismas razones que a Tolkien (solo Alejandro Jodorowsky persistía con su muy psicodélica y original visión hasta que no), Dune finalmente fue posible gracias al influyente productor Dino de Laurentiis y a que Lynch tenía la excentricidad adecuada a la imaginación de Herbert.
El desastre ya todos lo conocemos: un rodaje titánico que entre luchas creativas, accidentes, numerosas hospitalizaciones, permisos legales, cuantiosas perdidas y retrasos de filmación debido a la cantidad gente y tiempo que se requería, desembocó en una cinta larguísima que no gustó a Lynch ni a de Laurentiis. El primero quería hacer cine original; el segundo solo deseaba un bombazo taquillero que emulara a Star Wars, justo el tipo de producto que Lynch odiaba y cuya historia George Lucas casi se fusiló precisamente de Duna.
Ese primer montaje de cinco horas terminó siendo destazado por el mismo de Laurentis, quien editó el corte final a su gusto dando como resultado un producto comercial al que hasta el director se negaba a poner su nombre en los créditos. Si acaso podríamos decir en nota aparte que el rayo de luz en todo esto fue que gracias a esa horrible experiencia Lynch se desencantó del sistema de estudios y comenzó a producir el cine de autor que lo convirtió en uno de los grandes.
Estos dos ejemplos, el de la primera Dune y el de Jackson, e incluso la versión del animador Ralph Bakshi, tienen algo en común: una apuesta absolutamente cargada al aspecto audiovisual.
Es decir, ni Lynch se clavó tanto en la alegoría imperialista/ecológica de la novela de Herbert, ni Jackson en las referencias de Tolkien a la primera guerra mundial, sino que lo principal era recrear el mundo y ya después profundizar en la odisea dramática.
Denis Villeneuve pareciera haber tomado nota puntual de ello y hoy que es el responsable de lo que se supone es la adaptación definitiva de Dune, nos entrega una película que si bien es un portento visual para las salas de cine, se queda un poco plana en el resto de las emociones.
No es nueva esta destreza estética en la carrera de Villeneuve si nos remitimos a cintas como Incendies (2010); Enemy (2013), una estupenda adaptación al Hombre Duplicado de Saramago; y sobre todo su secuela de Blade Runner 2049 (2017), la cual fue fotografiada por Roger Deakins con tal maestría que Villeneuve de plano estiró la trama con tal de ponderar ese mundo que Deakins y Dennis Gassner (diseño) construyeron para él.
En Dune repite esta dinámica pero se compromete tanto con los detalles visuales que se siente un cierto desapego hacia el drama, pues donde Blade Runner sí se alineaba argumentalmente a la reflexión distópica futurista de Philip K. Dick sin dejar de lado la acción, Dune transcurre como un paisaje introductorio quizás demasiado descriptivo.
La historia ya es por todos conocida, en un lejano futuro el mundo es un sistema planetario regido por un emperador y diferentes feudos. Uno de ellos, el llamado planeta Arrakis, conocido como “Dunas”, ha vivido en constante conflicto, así que es asignado a la dinastía de los Atreides, una de las familias más poderosas, para que instauren el orden. Liderados por el Duque Leto (Oscar Isaac) y su gran ejército, los Atreides llegan a Dunas con el fin de administrar de manera justa la riqueza natural del planeta, la cual se debe a “la especia”, una sustancia que producen en grandes cantidades y que también es el recurso más codiciado de toda la galaxia.
Los Atreides, sin embargo, son traicionados y emboscados, lo cual lleva a el príncipe heredero Paul (Timothée Chalamet) y a su madre Lady Jessica (Rebecca Ferguson) a huir y comenzar así una saga de profecías y guerra.
Paul es un joven con poderes místicos que deberá aprender a desarrollar y que a la postre lo convertirán en el Mesías de un nuevo orden planetario.
Esto es apenas el comienzo de la historia de Herbert en las novelas y vaya que Villeneuve se la toma de forma literal, pues durante 155 minutos se nos cuenta quiénes son los Atreides y los Harkonen (los malos de la historia) en sus respectivos planetas, pero no intenta ir más allá de las páginas y la cinta se enfoca en un despliegue visual que da la sensación de ser un muy extenso prólogo.
Tal vez muy consciente y cauteloso de no traspasar la trama como lo hizo Lynch, Villeneuve opta por algo más apegado a lo que hizo Jackson en The Fellowship of the Ring (2001), la cual nos presentaba a hobbits, orcos y demás al tiempo que recalcaba la importancia del destino que debían cumplir.
Lo de Jackson, sin embargo, fue explicarnos esa misión del anillo impregnando la cinta de batallas, persecuciones y un gran ritmo que de hecho rompía el molde que a veces suele tener el cine medieval y sus sobreexplicaciones.
La Duna de Villeneuve precisamente cae en ese tono de narrar de más lo que vemos en pantalla, y sobre todo opta por una solemnidad que pareciera auto cancelar sus mejores momentos, esos en los que por supuesto hay intriga y acción a gran escala.
Vaya, no carece para nada de emociones y el diseño de Patrice Vermette acompañado por el score de Zimmer está increíblemente enfocado en recrear los diferentes mundos (con especial énfasis en el Arraki) dejando el tiempo para su debida apreciación. Pero existe también una progresión que de tan protocolaria hace más compleja la conexión con la audiencia.
Para alguien familiarizado con la saga y letrado en el mundo de Herbert, esta es sin duda una gran y fiel adaptación de lo que vendrá, pero para el público en general puede que haya una cierta desazón de estar viendo algo épico sin alcanzar las emociones que regularmente debe producir ese cine.
La Comunidad del Anillo es nuevamente el ejemplo, pues Jackson confiado de que los paisajes naturales (con sus debido retoques de FX) hacían su parte, distorsionó adecuadamente las descripciones de Tolkien en aras de sacarle provecho a los antagonismos y traducirlo en pantalla a manera de batallas.
Villeneuve se va al otro espectro, es muy detallista en el desarrollo visual, se nota que buscó jugar con los ánimos siempre basándose en los colores y los espacios antes que en los diálogos o actuaciones. La historia se ve, no se cuenta, y es tan disciplinado en sus formas que no explota del todo las características de búsqueda y obscuridad del cine que le hemos conocido. Ciertamente los Atreides y en especial el personaje de Lady Jessica posee un aire de esoterismo que por momento recuerda a la Melissa Leo de Prisoners (2013), pero aquí hay un exceso de planos largos (otro de sus trademarks) y tomas slow que sabotean un poco ese material y parecieran más bien la extensión de su trailer.
¿Es entonces únicamente el inicio de algo mucho más emocionante? Por supuesto que sí. Confirmada la segunda parte, espera uno que haya un rompimiento de ritmo y le suelte las riendas al tremendo reparto en una secuela mucho más obscura y violenta, que es lo que suelen ser las segundas partes de las grandes sagas.
Pero por ahora no queda más que conformarse con esta cinta híper bella y portentosa como sacada de un sueño borroso. Quizás demasiado para su propio bien.