Me resistí todo lo que pude a escribir estas líneas pero, como ven, no fue tanto ni fue suficiente.
Resulta que me metí a hacer yoga.
Sé que alguna o alguno de ustedes tendrá la peregrina idea de que, en algún momento de mi vida, me metí al gym… sí pero no. Sí me metí pero no me quedé. Me rechinaba todo (y cuando escribo “rechinar”, quiero decir rechinar). Me “truenan” los huesos de los hombros, de las rodillas (bueno, nomás de la derecha), me duelen los codos (bueno, nomás el izquierdo), tenía palpitaciones (no pálpitos) y la cintura en un grito. “¿A qué tanta tortura?”, me pregunté sabiamente, y al final de cuentas decidí dejar de jugar a la tortura yo solo.
Me salí del gimnasio, pues, y al poco tiempo volví a parecer “enjambre de nuez”: Prieto, prieto, lleno de chipotitos; eso sí, muy de traje y corbata.
Como tanta desidia nunca es buena, busqué distintas opciones; la danza folclórica la rechacé de inmediato, por aquello de las rodillas hechas cisco; el ballet, porque como que la música clásica no es lo mío; el spinning, porque nunca me he subido a una bicicleta y no me hace confianza aunque esté detenida; y en una de esas pensé: “¡El yoga!” y allá fui.
Pues bien, el 28 de marzo de 2011, escribí refiriéndome a mi primera experiencia con las pesas: “Si todo fuera como eso podría soportarlo. El asunto empeora porque el instructor me mira con su cara inocente y me pide que no respire por la boca, que inhale profundo, me concentre y tense los músculos para ‘sentir cómo trabajan’. La verdad es que en esos instantes yo quisiera que hasta las niñas de los ojos respiraran -para ayudarme- y cobro consciencia de que tengo huesos y músculos en zonas de mí que no sabía que existían, menos que tenían nombre. Así por ejemplo, he descubierto que los ‘trapecios’ no nomás están en el circo; que en alguna parte de mi flácido vientre están el oblicuo mayor, el menor y el tranverso; que debajo de mi incipiente copa ‘A’ tengo dos tipos de pectorales y un serrato; que nada más en los escuálidos hombros tengo deltoides, un redondo mayor, otro menor y un supraespinoso; que en las piernas debería de tener, entre otros, un glúteo mayor, uno mediano y otro menor; y así hasta llegar al Carlos Salinas de Gortari de mi anatomía: ‘El innombrable’, también conocido como ‘Esternocleidomastoideo’,que sigo sin saber exactamente dónde está ni para qué sirve… y sin embargo me duele (diría Galileo)”.1
Ése soy yo… de nuevo.
Además de que no doy pie con bola. La verdad me siento como señora de la Colonia en su primera clase de aerobics: La instructora da una orden, todos la siguen… menos yo. Cuando están respirando, yo exhalo; si se levantan me inclino; si suben, yo bajo; “abran las piernas”, la cierro; “cierren los ojos”, los abro; párense en un pie… y me caigo (es como bailar “La Bala”, pero despacito). Lo más parecido a tanto desencuentro de coordinación motriz fue cuando intenté aprender a bailar el “No rompas más mi pobre corazón” -que llevo practicando como 25 años, los mismos que Caballo Dorado tiene tocándola- y al día de la fecha, al ritmo de la pieza sólo puedo mover los ojos y un pie.
Otra vez en mi vida, en esta ocasión una instructora, me mira con su cara inocente y me pide que no respire por la boca, que inhale profundo, me concentre y tense los músculos para “sentir el contacto del suelo”. Lo cierto es que luego de diez minutos me siento como pez fuera del agua, nomás boqueo y pelo tamaños ojotes. El otro día, muy sutil, la instructora fue y me ofreció una toallita; estaba yo en una especie de lago interior (de mi propio sudor), donde al hacer cualquier movimiento nomás chacualeaba.
Lo más bonito de todo es el “Oṃ”, porque tarda solamente treinta segundos. Ojalá y esta vez sí dure.
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Luis Villegas Montes.
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1 “Talla 34”. Si Usted googlea el título seguido de mi nombre, algunos sitios de Internet aún contienen dicha reflexión.