La escena resulta curiosa, ordinaria, profética. Tres chicos sentados en la sala de cine esperando a que comience la película. Las luces aún están encendidas y los asistentes no han llenado ni la mitad del cupo. Los tres chicos (dos hombres escoltando a una mujer) apenas y se dirigen alguna palabra entre ellos. La atención está puesta en la pantalla de sus teléfonos. Los tres jugando, aparentemente conectados entre si.
Las luces bajan en intensidad y comienza la publicidad. Entre anuncios y adelantos de películas ellos apenas y son capaces de levantar sus rostros, de brindar un segundo o menos de su atención. Ya apagadas completamente y contra mi pronóstico, los tres guardan casi al mismo tiempo “respetuosamente” sus teléfonos. Pero falsa alarma, la película aún no comienza. La cadena de cine tiene más compromisos comerciales. Como si dichos spots fueran una señal de salida, los tres chicos vuelven a sacar sus dispositivos y en un lapso impresionantemente rápido están nuevamente conectados.
Por alguna o varias razones les es primordial tener esa conexión antes que ver hacia la pantalla, ya no digamos la plática entre ellos. Tal vez es sólo adicción al juego, pero definitivamente no es coincidencia. El retrato es actual y se repite alrededor del mundo.
Es desde una reflexión similar que Spike Jonze partió para la realización de su más reciente filme: Her. Y es, como se mencionó antes, profético que sea precisamente esa la película que está por comenzar.
Her, afortunadamente, es mucho más que la anécdota. Su alcance llega a niveles de introspección que con algo de atención y perspectiva tocará muchas fibras.
Nada en tardo en su narración, Spike Jonze pone las cartas sobre la mesa con sólo dos elementos: el protagonista y su contexto en un futuro apenas perceptible.
Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) es un hombre que trabaja en una empresa que se dedica a escribir textos a nombre de otras personas para ser enviados a otras personas. Llámese cartas, felicitaciones o hasta rupturas amorosas. Fuera de ahí, Theodore es un hombre solitario. Atrapado entre la rutina y lo que la tecnología a su alcance le ofrece. Desde una alimentación constante de e-mails y noticias a través de su celular, hasta un videojuego interactivo con capacidades de reconocimiento. La madrugada y el insomnio nos demuestran que no es el único. Que detrás de un nickname y un chat por celular hay mucha gente como él. Buscando con quién hablar sin deseos reales de hacerlo. Es decir, esta sociedad futurista se “comunica” desde una burbuja en la que se ha auto aislado. Mandan cartas a familiares y amigos, pero no desean escribirlas ellos; buscan con quién hablar y conciliar el sueño, pero sin hacer un esfuerzo que implique salir de la cama. El auricular inalámbrico y una voz bastan. Este futuro, vemos, es peligrosamente cercano a nuestro presente.
El cambio viene cuando Theodore sincroniza su celular y computadora a un nuevo sistema operativo llamado OS1. Único en su haber, el OS1 es un novedoso tipo de inteligencia artificial a la que le bastan un par de preguntas para instalarse y ejecutar. Armado convenientemente con la voz de Scarlett Johansson, el OS1 escoge el nombre de “Samantha” para interactuar con Theodore. Las claves de Samantha, lo que la distingue del resto de los sistemas operativos, es la iniciativa y la intuición. Su versatilidad le permite identificar ciertas grietas en Theodore. Conforme comienzan a charlar e intimar (al menos él), Samantha va adquiriendo las cualidades de un mejor amigo. Le habla con familiaridad, propone, escucha y aconseja. Le brinda una calidez que aunque existente, esta sociedad tiene completamente abandonada en la práctica.
El escaso contacto social de Theodore comprueba ese estado generalizado. Vecinos (entre los que está una gran Amy Adams) y compañeros de trabajo de condiciones similares.
Así, es obvio que la soledad y necesidades afectivas de Theodore sumadas al rápido aprendizaje de los procesos cognitivos por parte de Samantha, lleven a ambos a una inevitable relación de tropiezos. Theodore encuentra en Sam el sustituto que le hará olvidar a su antigua pareja (Rooney Mara) de la que está por divorciarse. Samantha, sin embargo, es conflicto. Comienza (o eso cree) a evolucionar hacia una consciencia, similar a nosotros, aunque reconoce el engaño al no ser de carne y hueso.
A partir de este punto el personaje de Theodore adquiere otra dimensión. Es la reflexión (o denuncia) que sobresale al cuento romántico.
La narración adquiere una progresión relativamente convencional. Pero es Theodore el hilo conductor para que Jonze plantee cuestionamientos que, también hay que decirlo, no ataca del todo.
Como si se tratara de dos personas distintas, el Theodore del principio comienza a desvanecerse ante una mayor dependencia de Samantha, es decir, de la tecnología. Sin embargo, y contradictoriamente, adquiere más seguridad en si mismo. Más autoestima. La interacción con Samantha es, sin que él lo note, una sesión de psicoanálisis. Theodore habla constantemente de él; sus deseos, recuerdos, miedos, reflexiones sobre la sociedad que lo rodea. Lo que desequilibra la balanza es la reciprocidad. Porque la interlocución no es tal. Y aunque parezca una historia de amor, viene de puertos muy distintos y lejanos. Llega el punto donde Samantha, con toda su inteligencia, no puede comprender más. Y dónde él, a pesar de sus sentimientos, necesita otro tipo de interacción que ni siquiera tiene que ver con sexo. Sino con, repetimos, un factor humano que el OS1 no puede proveer. La perfección es, ante todo, sólo tecnología. Al igual que nosotros, tampoco es para siempre. Y como buena app, comienza a fallar.
La evolución de Samantha hacia una mujer celosa, insegura y demandante de atención, desconcierta. El arquetipo melodramático que propone Jonze hace pensar en un giro de tuerca o que esta ciencia ficción se va a emparentar con el “tecnoterror” de 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick, 1968) o Moon (Duncan Jones, 2009). En vez de eso, Jonze nos vierte un balde de agua fría. Su manera de ir a fondo es regresando. Arreglar las cosas y colocar a Theodore y Samantha en una zona de confort.
Esta inflexión es triste, desoladora. Incluso Theodore, dentro de este mundo futurista vivo de colores y limpieza, comienza a mimetizarse. La camisa o chaqueta roja que lo hacían resaltar, ya no son tan constantes. Cabe mencionar aquí la gran cinematografía de Hoyte van Hoytema que es un guiño de Jonze hacia el pintor Cy Twombly, de quién no sólo toma el apellido para su protagonista, sino la paleta de colores que define parte de la obra de este artista. Ese tranquilo paseo entre edificios, ambientes amplios, jardines y paredes de colores, exalta el sentimiento de que en esta rutina, nuevamente, algo no anda bien.
El filme de Jonze hurga en una llaga muy familiar: La forma como han cambiado nuestras relaciones (sin importar el tipo) con los demás a partir de los beneficios de la tecnología. La advertencia está en elementos como el matrimonio de Theodore, cuya perfección terminó por razones como un desgaste emocional.
Lo que era primera persona súbitamente es universal. O lo fue desde un principio y Jonze solamente se guarda lo mejor para su tercer acto.
Con Her, Jonze realizó una misiva con copia para todos. Porque toca el nervio adecuado, como una droga. No tan diferente de la que tenía a los chicos de butacas adelante absortos en su celular. Está hecha a nuestra medida. Nuestra actualidad. Y si levantamos nuestra cabeza de la pantalla es posible que lo comprobemos. La condena de Her no es sobre el uso de la tecnología, sino sobre su influencia en las relaciones humanas. Samantha es un pretexto y detonante para mostrar que el futuro es presente. Si no lo vislumbramos por completo es porque no nos hemos hecho las preguntas adecuadas. Mucho menos tenemos respuestas. Ver un amanecer es buen principio.