ELVIS

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Por: Sergio Bustamante

I’m telling you, you are coming along at a very dangerous time for rock and roll. I mean, the war is over. They won…

En el filme Almost Famous del 2000 (obra magna de Cameron Crowe por la cual se llevaría el Oscar a mejor guión original), el personaje de Lester Bangs (mítico periodista musical estadounidense interpretado aquí por Philip Seymour Hoffman) trata de disuadir al adolescente William Miller (Patrick Fugit) de seguir el mismo camino que él y dedicarse a otra cosa de provecho que no tenga relación con el rock.

De acuerdo a Lester, ya no tiene caso venerar una expresión artística que por definición debía ser contracultural y tonta, la cual las disqueras y demás la arruinaron al adoptarla y comercializar todo lo bueno que tenía.

La guerra está perdida, dice Lester a William, y si acaso podrás montarte al final de la estela y contemplar el final del rock and roll.

El año es 1973 y el contexto musical es predominado por Black Sabbath, Led Zepellin, The Who y demás bandas que forjaron la adolescencia de Crowe y en la cual se inspiró para escribir esta semi autobiografía de sus años como reportero adolescente de la revista Rolling Stone.

Para quienes crecimos en los ochenta y noventa ver esa escena de rock de cabello largo predominado por guitarras, libertinaje, drogas, revistas como Creem y fans sin pose apasionados únicamente por la música, en realidad no se ajustaba a la visión pesimista de Lester. Mucho menos si la comparamos con la actualidad. Sin embargo, el cuadro que pinta es más amplio.

No es solo criticar a Bowie y Lou Reed por copiarse, a Morrison por ser un bufón, o a Led Zepellin por venderse, sino entender que todos ellos y los que llegarán después ya son, de entrada, productos supeditados a planes corporativos, por muy punk que puedan ser sus letras o incorrecto su comportamiento. El rock pues, es un negocio antes que nada.

Este marco es uno de los primeros que viene a colación tras ver Elvis, la nueva y frenética biopic del Rey del Rock dirigida por Baz Luhrmann

En una escena clave de la cinta, el mal llamado Coronel Tom Parker (Tom Hanks), manager y acaso dueño de Elvis (Austin Butler), le muestra a él y su familia todos los productos que ha mandado confeccionar con su imagen para la venta. Desde cosas básicas como playeras, bufandas y tazas, hasta excentricidades como perfumes en forma de oso. Entre tanta mercancía hay una en particular que despierta la preocupación de su mamá: un pin rotulado con la leyenda “I hate Elvis”

La contradicción de dicho mensaje es justificada por el coronel con el argumento de que alguien más terminaría fabricando esos botones, y era mejor si ellos se adelantaban para sacarle ganancia no únicamente a los fans, sino también a sus haters.

El patrón se repetirá a lo largo de la cinta, ya sea obligando a Elvis a usar smokings, cambiar la letra de alguna canción, cantar a modo de determinada audiencia, grabar especiales navideños, etc. Elvis, nos dice Luhrmann, es el canal para complacer intereses e individuos poderosos, para despertar pasiones y vender sueños, y por supuesto para hacer mucho dinero. Lo que sea menos comunicar un mensaje o ser simplemente un artista más.

“…they will ruin rock ‘n’ roll and strangle everything we love about it” ¿Es acaso Elvis toda esa burda comercialización a la que se refiere Lester? Ciertamente no, pero es el eje de Luhrmann para contarnos el ascenso y caída de un músico tan talentoso como noble para su propia época. Y lo hace con un tono apabullante que durante sus primeros veinte minutos hace parecer a Moulin Rouge (2001) como un paseo tranquilo. Lamentablemente le es imposible mantenerlo, o acaso elige no hacerlo, y esa decisión termina traicionando a su propuesta.

Y es que si Elvis rompió esquemas, incomodó a buena parte de la sociedad y fue un parteaguas musical, tratarlo como una biografía convencional sería un error, parece decir Luhrmann. Y la apuesta funciona hasta que no.

La historia comienza in medias res durante la residencia del Rey en Las Vegas. Desechando la típica estructura de biopic musical, la cinta se narra en off desde la perspectiva del coronel, quien a manera de auto expiación nos va contando cómo descubrió a este chico, el contexto de su niñez y como ÉL lo convirtió en la gran celebridad que fue.

Saltos temporales, ejes desconcertantes y una edición no menos frenética nos adentran, de golpe, en la energía que suponían sus presentaciones en vivo. El punto, sin embargo, será convencernos de que ese producto fue una idea que el Coronel desarrolló y apoyó toda su vida, y no uno del cual se aprovechó y manipuló a niveles de vida o muerte, como lo muestra esa primera escena en la cual Elvis, en mal estado físico, colapsa antes de una presentación y el coronel ordena que le inyecten lo que sea para reanimarlo, pero el concierto no se cancela.

Dicho de otra forma, esta biografía sí es retrato de Elvis y su ascenso, pero vista a través de un juicio de valor que habla más sobre si Parker fue el villano o no de esta historia.

Tenemos entonces por un lado la vida de un chico cuya forma natural de aproximarse a la música suponía una catarsis a su timidez y buena fe. Ahí, la cinta elabora adecuadamente al mostrarnos de qué iba este hombre y por qué tuvo tal influencia en la vida de su país.

La firma churrigueresca de Lurhmann le va muy bien al recrear la energía de sus presentaciones y en esos lapsos la película se transforma en un circo de pirotecnia, luces y gritos por demás impresionante. No menos lo es la interpretación de Austin Butler, quien se diluye formidablemente en la piel del rockero en todas sus fases. Y es más notable, incluso, que a pesar de que para el director TODO es espectáculo sobre drama, logre señalar el papel de Elvis en el cambio de la sociedad norteamericana tanto en un despertar sexual como en temas raciales.

No es que haya sido el único ídolo vocal respecto a esas cuestiones, pero sí el que con solo mover un pie causaba caos a su alrededor y podía redirigir la opinión pública, como lo demuestra esa anécdota sobre el enorme ascenso en la taza de vacunación después de que él apareciera en público haciendo lo propio.

Esta entretenida historia, sin embargo, regresa a su narrador, el coronel, quien de cierta manera lleva a la reflexión sobre qué tanta magia provenía de la personalidad del músico y qué tanta de la maquiavélica mente de su manager.

Ahí es donde la cinta cede a favor de diálogos y set ups de telenovela que parecen sobrados, y si bien siempre son retratados con la espectacular fotografía de Mandy Walker, desbaratan la energía y ritmo de la que pudo ser la biografía definitiva del rey del rock.

Definitiva no porque sea exacta, finalmente la vida de Elvis cubre demasiada historia y logros y aquí apenas hay un repaso de algunos en aras de enfocarse en las formas y el teatro, sino porque en lo que sí destaca muchísimo es en que su exceso visual es muy congruente con la figura de deidad construida alrededor de Elvis como mito y no como persona.

Not Sinatra, not Jagger, not the Beatles, nobody you can come up with ever elicited such hysteria among so many”. Las palabras son nuevamente de Lester Bangs, el verdadero, quien dice eso respecto a un concierto en Detroit en 1971.

El artificio de Luhrmann, muy calculado, acierta en recrear esa inexplicable energía. Y para bien y para mal, SU concepto de Elvis también coincide con el cierre de ese obituario que Bangs escribió para Village Voice después de la muerte del músico:

I can guarantee you one thing: we will never again agree on anything as we agreed on Elvis. So I won’t bother saying good-bye to his corpse. I will say good-bye to you.

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