Por Marco Antonio Flores Zavala
El séptimo mes ya transcurre.
Estamos en julio y comienzan las jornadas para los finde y los días de vacaciones; la clausura de cursos; el tramo de lo que queda del año; el comienzo para acabar tal o cual proyecto; lecturas; viajes; películas; visitas…
Ya falta menos de la mitad para estar en el 2023, el año que posiblemente sigamos con lo presencial y los cubrebocas.
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Es verano.
Miramos el verde-verano en los árboles; en las yerbas que emergen en las planchas de cemento mal instalado; en las sierras y laderas que circundan nuestras comunidades.
Las macetas, aunque son relojes de su propio cultivo, en este tiempo ofrecen recordatorios de la verde estación.
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Julio llegó, porque así es desde que el humano inventó el calendario; sea o no homenaje al caudillo asesinado en marzo (en los idus de marzo). Y con él tiempo está la lluvia.
Esta vez, el inicio de mes coincidió con los primigenios días de aguas.
Este julio no es similar –nunca será igual- al de hace dos años: el julio de 2020 fue pandémico y seco.
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El multicitado Ramón López Velarde fue un atento a la lluvia.
Aprecio que no lo hacía por cuestiones agrícolas, sino como artista en búsqueda de observación original.
El 15 de junio de 1907, cuando el jerezano todavía era un mozalbete de 19 años, preparatoriano y con bozo juvenil, El Observador de Aguascalientes le publicó:
“Ha caído la primera lluvia imprimiendo a Aguascalientes el aspecto peculiar de la estación que inicia. De diversas maneras es recibida la temporada de aguas […] Para los artistas la estación es propicia, ya que no siendo la honorable clase social de los soñadores la más favorecida por la fortuna en materia de money, les importa un bledo que llueva o deje de llover […] Yo, entre tanto, al escribir estas líneas escucho la danza rítmica de la lluvia que azota las macetas y me acuerdo de aquellos versos inimitables de Amado Nervo: ‘¿Ves, hija? Con tenue lloro/ la lluvia a caer empieza/ -Sí, padre, y cayendo reza/ como una monja en el coro’. Y mientras el viento muge en la ventana, con el permiso de los lectores dejo caer la pluma y aparto el tintero”.
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Un año después, el mismo periódico público Fragmento: “Lluvia eterna/ ¡cómo azotas/ el cristal de mi ventana!/ ¡si parece/ que tus gotas/ son el llanto/ de una pena sobrehumana!”
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Lo anterior lo proyecté cuando hice un traslado en un autobús urbano, un R17.
Estuve en el campus universitario Siglo XXI para un tedioso trámite burocrático. El uso del camión amarillo lo hice por ahorro y vivir lo cotidiano.
El costo todavía es menor de 10 pesos.
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Durante el traslado miré los pendientes del celular, subí imágenes al Tik Tok y leí varias páginas de Yo también me acuerdo, de Margo Glantz.
El libro es una autobiografía, es la reconstrucción de reflexiones, recuerdos y actos de una fan del Twitter. Cada apunte es un indicio cultural de la genial Glantz. Ella escuchó –radio, voces, cine, conciertos, chismes, ruidos callejeros y silencios-; miró –museos, revistas, paisajes, escenarios, personas, ropa, cuerpos… leyó impresos y ahora en el celular-; comió –lo hecho por su madre, lo adquirido en sus viajes-. No me detengo en el tacto ni en los olores.
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Cada que subo al autobús me acomodo como Marc Auge: un observador que capta rituales que constituyen a las personas. Noto los cambios en la ciudad, los hábitos generados para contener la pandemia. Ahora seguimos con el uso de mascarilla o cubreboca; frecuentemente lavamos las manos con toallitas o gel; procuramos no rozar el cuerpo con otro cuerpo, si no hay personas desconocidas saludamos de mano y hasta hay quienes ya se atreven a dar besos en el rostro.
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En otras entregas conté que fui a Pinos [uno de los pueblos mágicos de México], allá me entregaron varios libros. Desde hace días volví a ellos. Diario hojeo un par de páginas. Estoy encantado por el registro de anécdotas personales y secuencias familiares que tienen el manto de ciclos de la historia nacional.
Como seguiré en el hojeo, la semana próxima iré dando notas sobre los libros y esto que es vivir el mes de julio.