ENTRE JAMAICA, CHABACANO Y GARDENIAS. Por Luis Villegas Montes

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El viernes pasado fue un viernes especial.

Empezó de manera ordinaria y sin embargo, paulatinamente fue evolucionando de modo singular. Por razones de tiempo -siempre que puedo viajo en Metro, ésa es la verdad-, abordé en la estación Jamaica, de la Línea 4. Conforme avanzaba por el dédalo de pasillos, la líneas 4 y 9 se interconectan en esa estación, los atronadores acordes de una pieza musical desconocida y horrenda, machacaron mis oídos y me hicieron estremecer el esqueleto. Una banda de heavy metal aporreaba, inclemente, sus instrumentos, con un estruendo de los mil diablos. A mí esa música no me gusta y los greñudos habrían incurrido en mi ira inmediata y fulminante de no ser porque, conforme avanzaba, vi a un montón de muchachos y muchachas, vestidos con uniformes escolares, desperdigados por aquí y por allá, sacudiendo alegres la cabeza al ritmo de la “canción”. “En gustos se rompen géneros”, me dije. “Total, allá sus orejas de coliflor dentro de unos años” (las de María ya parecen de brócoli).

 

Me subí al vagón, abrí mi libro y ahí voy, inmerso en la Suecia de los 90’s tras la pista de… no sé, porque todavía no llego ahí. Lo cierto es que leí apenas unos minutos porque debía transbordar en la siguiente estación: Chabacano, que interconecta con la Línea 2. En ese instante empezó a mejorar el día sensiblemente.

 

No sé cómo decirlo ni explicarlo. Fue mágico. Así de simple. Empecé a caminar y los acordes del “Son de la Negra” lo llenaron todo. Como lo lee, querida lectora, gentil lector, conforme ascendía por la escalera eléctrica, ahí estaban, las notas de la canción y un mariachi en pleno, con traje y todo, guitarras, guitarrones, trompetas y violines interpretando la conocida melodía. Escribí: “Los acordes del ‘Son de la Negra’ lo llenaron todo”. Luego que: “conforme ascendía por la escalera eléctrica, ahí estaban, las notas de la canción y un mariachi en pleno, […] interpretando la conocida melodía” pero esas líneas son incapaces de transmitir la emoción, la dicha instantánea, la sorpresa, la piel chinita y los escalofríos. Es que era México, es que era una mañana cualquiera, en una ordinaria estación del Metro, subiendo por una escalera eléctrica, perdido, adentrándome en la algazara de esa canción que es casi un himno, que lo inundaba todo a través de los altoparlantes. Yo no sé, pero algo imposible de describir empezó a trepar por mi pecho, una onda cálida y jubilosa, que me impelía a gritar (no, no grité) y a sentirme  -y asumirme- más mexicano que el chile, más mexicano que nunca, por lo menos en los últimos seis meses. Quién sabe qué es o cómo se llame esa sensación que nos atenaza el torso y, para bien o para mal, nos define, nos modela por dentro y nos enraíza con un pedazo de tierra o con un trozo de historia.

 

Éste es México, Distrito Federal”, me dije. Sólo aquí es posible el prodigio de esa diversidad sin límites que nos lleva del escándalo de importación al corazón de las cosas. Y ahí me reconcilié con esta ciudad que tanta pena me trajo y tantos sinsabores me ha dado (aunque ella no tenga la culpa, pobrecita) y desee volver todas las veces que fuera posible para asomarme a ese espejo de pluralidad, de contrastes, de amalgamas y de síntesis, de razones y sinrazones que llamamos “México” y que el Distrito Federal tan bien retrata. Y no se trata sólo del contraste; es algo más complejo, la riqueza que nos ofrece en bandeja esa ciudad majestuosa para aproximarnos a multitud de modos de ser, de entendernos no sólo como residentes de la capital o habitantes de la República, sino como ciudadanos del Mundo. Eso es lo que hace distinta a “la Capital” y lo que nos distancia de ella desde la provincia: Su riqueza cultural.

 

Pero el día no hacía sino comenzar. Ya expliqué el porqué de “Jamaica” y “Chabacano”; falta conocer el porqué de las gardenias. Es sabido por todos mis veintitantos lectores que el teatro me mata. Total, terminadas reuniones y entrevistas, había decidido reglarme una velada de teatro y fui y compré una entrada para ir a ver “Bajo Cero” en el teatro Libanés, con Laura Flores, Alejandro Camacho y Helena Rojo. A los dos últimos los he visto varias veces, Laura Flores, en cambio, fue para mí una grata revelación. Como sea, comprado el boleto me subí a la Línea 1 del Metrobús y la vi: La cartelera con el anuncio de “Perfume de Gardenias”.

 

Casi todo lo demás lo hice entre nubes ese jueves, urgido de salir de donde estuviera, para ir a comprar una localidad para el vienes en la noche y sí, valió la pena. A la obra, de trama pedregosa, dudosa dirección y guión malito, la compensa todo lo demás: Escenografía, vestuario, coreografía y el elenco; cheque usted si no: Andrés García, Aracely Arámbula, Niurka, Julissa, María Victoria, Benito Castro, Julio Alemán, Jorge Salinas, Luis de Alba, Sergio Mayer, Arturo Carmona, Julio Camejo, Elizabeth Álvarez, Latin Lover, Tongolele, La Tetanic, Gina Varela y, para cerrar con broche de oro, la “Sonora Santanera”. Si a usted le gusta “La Santanera”, usted conoce: “Saca la botella”, “El ladrón”, “Corazón de acero”, “¿Quién será?”, “Amor de Cabaret”, “Luces de Nueva York”, “Perfume de Gardenias” o “La boa” y ya sabe de qué le hablo. Yo he cruzado el Estado de Chihuahua de uno a otro confín no una, muchas veces, y en un inmenso número de ocasiones la música de fondo fue de “La Sonora”: “Dios sí perdona, el tiempo no” -una de mis preferidas-, “¿Dónde estás Yolanda?”, “La cumbia del torero”, “El mudo”, “Estoy pensando en ti”, “Musita”, “Botecito de vela” y otro montón que enchina la piel y enchina el alma.

 

El viernes terminó como empezó: Insólito y vivificante. Sería la madrugada cuando salí del teatro (la función dura casi tres horas) y me reuní en un local de la Zona Rosa con amigos fantásticos que no por la brevedad de tiempo que llevo de tratarlos son menos entrañables. Reí como loco con las peripecia de Paco, dignas de un película de enredos si en el fondo no tuvieran su dosis de amargura, y -lo confieso aquí entre nos- me quedé con las ganitas de echar una cantada en el karaoke, pero para bien de todos la sangre no llegó al río (canto espantoso) y me conformé con escuchar.

 

¿Y a que no adivina cómo terminó la velada? Pues sí, con música de “La Sonora” y, nomás por no dejar, de la “Matancera” y de José Alfredo Jiménez.

 

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