Quien sabe de donde surgió ni quien lo manejó primero, pero el caso es que hoy todo mundo parece estar de acuerdo en que el problema de la famosa impunidad es uno de los más graves y acuciantes que se le presentan al país, y en que debe merecer atención prioritaria de las autoridades correspondientes si es que queremos, en serio, el despliegue pleno de nuestra democracia.
Evidentemente nadie en su sano juicio puede sostener que es positivo para nuestra sociedad el que, de cada cien delitos que se cometen, 95 queden impunes; el que la justicia se venda al mejor postor y que, por tanto, exista sólo para quienes tienen suficiente dinero para comprarla; el que sean los propios cuerpos de seguridad los principales semilleros de delincuentes de donde se surten las más peligrosas bandas delictivas del país; en fin, el que la justicia se prostituya y sea usada como instrumento de intimidación, persecución y represión de los opositores políticos, tal como todos sabemos que fue la norma en las peores dictaduras que en el mundo han sido.
Todo esto tiene que acabarse indudablemente. Pero si queremos que el combate y la erradicación de la impunidad sea un acto de verdadera justicia y no un mero pretexto para cobrar venganzas, para el ajuste de viejas o nuevas cuentas políticas, para desprestigiar e incapacitar a los competidores más peligrosos en la carrera por la conquista del poder; es decir, si no queremos que la lucha contra la impunidad sea, simplemente, otra forma de impunidad, es necesario que todos nos preocupemos y pongamos el grano de arena que nos corresponde para que todo se haga con estricto apego a derecho y absoluto respeto a la norma legal vigente. En particular, es indispensable que los hombres y las mujeres más conspicuos de este país, aquellos que tiene suficiente poder e influencia para hacerse oír en los medios masivos de comunicación, dejen de ver en las acusaciones escandalosas y tremendistas, en las denuncias estridentes y amarillistas, pero casi siempre sin sustento sólido, de sus contendores políticos, un instrumento legítimo de autopromoción y de mejoramiento de imagen para ganar puntos en la opinión pública.
Hoy, como lo puede constatar hasta el observador más superficial de la vida nacional, gracias a la ligereza con que se están comportando los actores sociales en materia de imputaciones y denuncias so pretexto de combatir la impunidad, el país está convertido en un auténtico costal de perros y gatos. Acusaciones mutuas de corrupción, de nepotismo, de vínculos con las distintas mafias de narcotraficantes, de peculado, de mal manejo de los fondos y de las instituciones públicas, de crímenes del orden común y federal, de exigencias para crear “comisiones de la verdad” al margen de las instituciones encargadas de investigar los delitos y procurar justicia, con el único fin de reabrir viejas heridas y cobrarles cuentas a antiguos enemigos políticos, etc., etc., tienen al país desasosegado, intranquilo y temeroso de que todo ello desemboque, finalmente, en una cacería de brujas de la que se salvarían muy pocos y que incluiría, por su puesto, a los propios denunciantes.
A mí me parece que semejante guerra de acusaciones y descalificaciones de todos contra todos, no es precisamente lo que el país está requiriendo en este momento; que el combate a la impunidad no pasa, no debe pasar, por convertir a los ministerios públicos y al Poder Judicial en espada de Damocles suspendida sobre la cabeza de la ciudadanía para mantenerla azorada e incapacitada para defender la verdadera democracia y la verdadera justicia. Me parece, por el contrario, que lo que la sociedad mexicana está demandando a gritos a los partidos políticos, a los poderes públicos, a los funcionarios de todos los niveles, a los líderes de opinión, es que pongan todo su esfuerzo para entenderse unos con otros, para crear un clima de tranquilidad, paz y concordia, que permita a la nación entera desplegar sus mejores esfuerzos para alcanzar los niveles de desarrollo y de justicia social que los mexicanos venimos demandando desde hace varios años.
Llegó ya la hora de decirles a todos aquellos que se han erigido en fiscales implacables de todo mundo, a aquellos que, sintiéndose los monopolizadores absolutos de todas las virtudes humanas se consideran, en consecuencia, con todo el derecho de denunciar y acusar a quien quieran y de lo que quieran, que lo que menos necesita México son Torquemadas y Savonarolas que, en lugar de desarrollo y prosperidad, sólo saben sembrar rencor, insidia y persecuciones. Desconfiemos de quienes se han autonombrado rígidos custodios de la justicia y de la ley; desconfiemos de quienes exigen la aplicación inflexible de la norma a sus opositores políticos. Recordemos la advertencia de Ortega y Gasset: “Conviene que nos mantengamos en guardia contra la rigidez, librea tradicional de las hipocresías”.