Como suele ocurrir, tenía ya casi escrito el artículo de esta semana.
Me salió muy bonito. Hablaba de Rotary, asistí a la Conferencia Bidistrital en El Paso, Texas; me di con la puerta en las narices básicamente por no tener muy claro a qué iba (aunque no se crea, de los errores se aprende); hablaba de una cantante de voz exquisita que conocí en Juárez merced a los buenos oficios de un amigo entrañable, cuyo nombre omito por razones no tan obvias; y, sobre todo, refería pormenorizadamente los sentimientos que me licuaron los ojos cuando leí el último poema de Adolfo.
Pero no; todo se quedó atorado en la garganta de la pluma virtual que enristro de nuevo para darles a ustedes la triste noticia: Se murió Florencia.
Los que me leen, saben perfectamente quién era Florencia. Florencia era una bolita de pelo blanco que yacía solitaria y temblorosa al fondo de una caja de cartón, cuando vino a rescatarla de su desamparo el dedito regordete de María. Tenía María 6 o 7 años y Florencia se metió de inmediato -y de lleno- en nuestras vidas.
Hace justo dos años escribí: Lejos estaba de imaginarme, muy, muy lejos, a Florencia (la cual, por cierto, en estos días luce un aspecto de rata, la pobre, pues con estos calorones decidieron “pelonarla” quesque porque se iba a sentir más cómoda y la mandaron rapar; “así que nada más quedaron sus peludas orejas y sus ojotes dulcespara recordarme a la bolita blanca que solía ser”).
Y un año antes, luego de la absurda reforma fiscal del Presidente Peña Nieto, escribí también: “Resulta que a Florencia y a mí nos pasaron a fregar. Yo no sé si usted, amable lectora, gentil lector, sabe quién es ‘Florencia’. Florencia es la perrita de la casa. Dicho así, ‘perrita’; no mascota. Porque mascotas, mascotas, mascotas, teníamos dos: ‘Cuco’ y ‘Manzanita’; ‘Cuco’, el hámster, amaneció muerto. […] En cambio a Florencia, la verdad es que yo la veo como otro miembro de la familia. Más chaparrita y más peluda, pero como a una hija más. En ocasiones, pareciera que a la única que le importo es a ella, llego a casa y es una de jaranas y de fiestas que si algún día decidiera irme, me vería en la necesidad de litigar su custodia, por sobre la de Adolfo y María que ya no me hacen mucho caso. Claro que también puede ocurrir que los pedacitos de carne que le doy a hurtadillas tengan algo que ver con esas muestras de afecto arrasadoras. […] Aunque la Florencia es una french poodle, simpática y querendona, traga como pelón de hospicio; ahora, con el alza anunciada, mis precarias finanzas se verán afectadas en grado sumo, visto que la muy ingrata es capaz de comerse su propio peso en una sentada. Lo sé, lo sé, no es sano que los perros coman así, pero, ¿qué quieren? Pone una carita tan tierna y su mirada es tan, tan, ni modo, hay qué decirlo, tan de perro triste, que se amuela uno; hasta mi mamá ha dicho: ‘Díganle a Florencia que no me vea así; porque parece que se está muriendo de hambre’ (la hipócrita -La hipócrita de Florencia, quiero decir, no mi mamá-)”.
Ya ven; así como suelo escribir de mi gente, escribía de Florencia y sus avatares. Tan adentro estaba, hecha bolita (como en la lejana caja de cartón), metida en el fondo de mi pecho. Cuando hablo de los hijos -con personas que no tienen-, de cómo los quiere uno, de cómo los extraña, de cómo los padece, de cómo nos alegran la existencia, suelo explicarles el asunto del siguiente modo: “¿Tienes mascota?”, les pregunto; es frecuente que respondan: “Sí”; y les vuelvo a preguntar: “¿Y cómo te sientes cuando la ves? ¿No te dan ganas de reír de sus pequeñas bobadas, de sus locuras, de sus dislates? ¿No sientes una simpatía y un cariño difíciles de explicar de los pequeños gestos? ¿No sientes que te derrites; qué te deshaces por dentro en una mezcla de ternura y júbilo? Pues multiplícalo por mil; eso es tener un hijo”.
Pues bien, eso era para mí Florencia, una parte mi familia. Me siento culpable porque en los últimos meses casi no la vi; no reparé en ella; no la atendí como debería; perdido en mis asuntos, Florencia pasó a un segundo, un tercero, un cuarto plano; no la volví a cargar; no le volví a rascar la cabecita ni la panza; ¡necesitaba tan poco para ser feliz! Apenas un pequeño gesto de mi mano y ella se agitaba y se sacudía toda de alegría. Alguna vez, el regocijo la llevó a la incontinencia y de sólo verme en el vano de la puerta se hizo pipí. Y nunca, nunca, nunca, de veras, he visto tanto rendimiento, tanta devoción, tanta entrega, como en sus ojos de un café claro que solían seguirme -sí, ya lo escribí-, atentos, enormes, apacibles y acuosos, por toda la casa. ¡Me puede tanto! Que no tengo modo de expresar lo que siento, excepto estos párrafos de lástima. Mea culpa.
Me dice Adolfo que no sufrió. Que la inyección la puso a dormir y así se fue: Callada, mansa, dócilmente; así como vivió; sin pelarle los dientes a nada ni a nadie, excepto al odioso gato de los vecinos que se pavoneaba orgulloso y desafiante frente a la ventana de la biblioteca. Me duele mucho pensar que infructuosamente me esperó muchas tardes tras ese mismo cristal.
Sin saber qué hacer o qué decir en estos trances, sólo me gustaría pensar que no se ha ido; que por aquí ronda; inquieta y jubilosa, a la espera de una caricia, una sola, la postrera. Sea ésta, querida Florencia; sean estas letras las que guíen mi mano a donde sea que estés para rascarte por última vez detrás de las orejas peludas y te digan todo lo que te quise y no fui capaz de expresar en su momento.
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