Hace dos o tres días escuché decir a un comentarista en un noticiario nocturno de la televisión que los profesores de la CNTE, en particular los de Oaxaca que son los más agresivos, “envilecen el recurso de la protesta”. A mí me parece que, en efecto, si no se pierden de vista el carácter violento de sus manifestaciones; el daño a importantes edificios públicos, centros comerciales, casetas de cobro, aeropuertos e infraestructura urbana; lo desmesurado (irracional, dicen algunos) de sus exigencias que, por lo mismo, resultan imposibles de cumplir para un gobierno que quiera mantener un mínimo de autoridad y respeto de sus gobernados; las agresiones abusivas a la fuerza pública (desarmada y con órdenes de no responder a la violencia con violencia); el daño irreparable, en fin, a la educación de los hijos de los más pobres y desamparados del país, es posible (y quizá ineludible) convenir con el comentarista aludido, sin por ello colocarse del lado de los enemigos de la lucha popular.
Pero, aparte de esto, veo otra razón para estar de acuerdo con el comentario en mención. Con total independencia de si su autor tuvo esa intención o no, es evidente que su fórmula implica dos juicios muy valiosos para los luchadores sociales de este país, y para la opinión pública en general. El primero es el reconocimiento (implícito, repito) de que no todas las protestas son lo mismo ni merecen, por tanto, el mismo tratamiento; que una protesta que reivindique demandas legales y legítimas, mesuradas y dentro de las posibilidades y las atribuciones de la autoridad, respetuosa de la ley y de los intereses de la colectividad, es no sólo tolerable sino un derecho legítimo, inalienable de todo mexicano que tenga motivos ciertos para inconformarse, derecho que nadie puede negar ni conculcar sin incurrir en responsabilidad. De esto se sigue necesariamente el segundo juicio, esto es, que no toda protesta es condenable per se, sólo porque causa molestias involuntarias a terceros (inevitables además si ha de respetarse el pleno ejercicio de este derecho), o porque altera la buena digestión de un señor funcionario que no ha sabido atender a sus responsabilidades. De la fórmula que cito se concluye, pues, sin violentar la extensión del juicio, que para reprobar una protesta e invocar la intervención de la autoridad para reprimirla, hace falta, primero, estudiar la naturaleza y legitimidad de sus peticiones, y luego, demostrar que sus procedimientos y recursos de lucha están fuera de la ley son constitutivos de delitos y agravian a la sociedad.
Yo opino que si así ocurriera en los hechos, que si todos aquellos que tienen que ver con la calificación de una protesta y con la atención que merecen sus reclamos (desde los medios de difusión, los columnistas, los articulistas y formadores de opinión, hasta los funcionarios de todo rango que tengan que ver directa o indirectamente con los problemas y con su solución) calibraran con cuidado la índole de las quejas, la justicia y viabilidad de las soluciones que se proponen y el comportamiento de los manifestantes, antes de comenzar a satanizar y amenazar a los organizadores y a sus seguidores, y obraran en consecuencia, mucho ganaríamos todos. Ganarían la paz y la tranquilidad sociales, los funcionarios y su imagen pública, los famosos “derechos de terceros” y, sobre todo, ganaríamos todos con la disminución de las tenciones y de la crispación sociales, que se agravan inevitablemente cuando a la pobreza, a la marginación y a la falta de oportunidades para una vida mejor, se añade la sordera, la prepotencia y el autoritarismo de los gobernantes, la conculcación de los derechos populares elementales y el ataque, la calumnia y la amenaza contra quienes tienen el valor de inconformarse, en lugar de otorgarles la comprensión y las soluciones que buscan.
Los antorchistas hemos padecido, desde nuestro nacimiento a la vida pública, ambos tipos de miopía política, de tratamiento errado a nosotros como organización y a nuestras demandas sociales y económicas. En efecto, a pesar de nuestros esfuerzos, absolutamente intencionales y conscientes, por dejar constancia del carácter pacífico y respetuoso de nuestras marchas, mítines y plantones; a pesar de que somos la única organización que puede meter cien mil manifestantes a la capital del país sin que haya un solo vidrio roto, una sola fachada pintarrajeada, un solo comercio saqueado o un solo policía descalabrado; a pesar de que en nuestras consignas y discursos evitamos substituir el razonamiento lógico y las pruebas factuales del derecho que nos asiste por la estridencia verbal, el insulto, la burla y el escarnio de funcionarios mayores y menores, no hay un solo medio, un solo comentarista, un solo funcionario que nos haga justicia a este respecto, que reconozca la diferencia de nuestro comportamiento respecto a otras marchas y a otras organizaciones. Muy lejos de ello, venga a cuento o no, sea cierto o una pura invención mediática, no hay nota, columna, editorial o artículo que hable de las marchas y sus consecuencias en que no aparezca Antorcha, metida allí con calzador por el autor y puesta a fortiori en el mismo plano, o en un plano aún peor que los grupos más violentos que todos conocemos. Se nos inventan invasiones de terrenos, despojos de viviendas, bloqueos de carreteras y autopistas, vandalismo contra oficinas y comercios, etc., todo ello sin prueba alguna y con el claro y único fin de manchar nuestra imagen y de sembrar en nuestra contra el odio y el rechazo de la población.
Más elocuente es lo que ocurre con nuestras demandas. Aquí también, jamás, nunca, nadie (medio informativo, periodista o funcionario) se ha tomado la molestia de abordar la naturaleza de nuestras peticiones, la legalidad, pertinencia y justicia subyacentes a tales reclamos. Y menos hay quien reconozca nuestra paciencia, racionalidad y voluntad negociadora que, de saberse por la opinión pública, pondría en claro de quién es la responsabilidad de que la gente se desespere y tome la decisión de salir a la calle a protestar. Los medios nacionales ya tienen hecho su caminito, el que les reditúa aplausos, premios, dinero y prestigio: ignoran olímpicamente, sin pudor, sin ética y sin la mínima honradez intelectual, el contenido económico y social de nuestras movilizaciones y se vuelcan de lleno y al unísono a exagerar el “caos vehicular”, las “molestias a ciudadanos ajenos al problema”, a disminuir desvergonzadamente el número de los asistentes y a repetir las viejas, manidas y desprestigiadas calumnias en contra nuestra. Curiosamente, todos ellos muestran más respeto y objetividad al reseñar las hazañas de quienes “vandalizan” la vida nacional (por miedo quizá), que por los pacíficos, pacientes y racionales antorchistas.
Y sin embargo, no hay duda de que el país hace agua por todas partes; de que la pobreza y la desigualdad crecen con cada hora que pasa y que, con ello, se frena el crecimiento económico, se deteriora el tejido social, se abren paso la violencia y la inestabilidad y aumenta el desencanto de la gente hacia la democracia y hacia las instituciones. Y no hay duda tampoco de que esto tiene una sola causa: el anacrónico fundamentalismo de mercado, el modelo neoliberal que, lejos de acelerar el crecimiento del PIB y de favorecer el reparto equitativo de la renta nacional, reduce dicho crecimiento, favorece la desmedida concentración del ingreso e incrementa la desigualdad y la pobreza, cerrando así el círculo diabólico que nos empuja hacia el abismo. Y es en esta situación, en este contexto que nadie puede negar, donde cobra sentido y racionalidad la lucha de los antorchistas, cuyas demandas y protestas públicas no buscan otra cosa que paliar los brutales contrastes de una economía librada a las ciegas leyes del mercado, que no tienen, como es natural, ni ética ni sentido de la justicia social. 150 mil antorchistas se darán cita este próximo 1 de julio en la capital del país, para hacerse oír y para tratar de sensibilizar a las más altas autoridades de la nación del peligro que corremos todos si no se hace algo rápido y eficaz para, al menos, ralentizar el pernicioso proceso. Tres meses de plantón frente a SEGOB y dos marchas multitudinarias anteriores, no han obtenido hasta hoy ningún resultado tangible.