En el Estados Unidos invisible se puede asaltar un banco fácilmente. Esperar la primera hora de la mañana para forzar la entrada y exigir el botín con relativa tranquilidad, pues no hay guardia o seguridad alguna. Las condiciones son tan óptimas que hasta da tiempo de pasar a algún otro lado a robar un poco más.
Ese lugar “sin ley” nada tiene que ver con lo que nos suele mostrar Hollywood. Y es invisible no porque no se vea, sino porque fue olvidado. Marginado. Y una forma graciosa de pagar las deudas es cobrándoselas a la brava al sistema que en primer lugar provocó que la bonanza se convirtiera en quiebra comercial.
Sucede, sin embargo, que este escenario no es Nottingham o el Bosque de Sherwood, ni tampoco el asaltabancos un Robin Hood americano, sino un Texas árido visto a través de Tanner (Ben Foster) y Toby (Chris Pine), dos hermanos que sin dejar claros sus motivos, simplemente se toman una mañana para asaltar cualquier cantidad de negocios antes de que la vida comience.
Ese lacónico y solitario matiz es el primer atributo que David Mackenzie trabaja (y trabajará) en Hell or Highwater (Enemigo de Todos), un western contemporáneo que, cumpliendo las reglas, ha de enfrentar al antihéroe y la ley.
Solo que aquí hay más lecturas de las tradicionales (que ofrece el género) comenzando porque el compás moral se abre un poco más de lo habitual, pues el enemigo en turno no será el sheriff del pueblo, sino una economía abrasiva que embarga hipotecas al primer segundo de retraso en los pagos.
Basta pues un poco de desarrollo para enterarnos. Tanner ha convencido a su hermano Toby de que la única forma de saldar unas deudas impagables (tanto por falta de dinero como por un sistema tramposo y gandalla) es asaltando bancos (incluido el mismo que lo quiere embargar), y he ahí que Mackenzie pone a sus delincuentes en falso predicamento, a huir de nada.
No hay en esta introducción policías ni patrullas en persecución. Sí en cambio negocios cerrados y gente deambulando. Vaqueros sin mucho que hacer más que empeñar artículos viejos, sentarse a ver pasar la tarde, o meseras con horarios de sol a sol en cenadurías que no sirven más que un solo platillo.
Ese conjunto de estampas son el primer enemigo que el tremendo guión de Taylor Sheridan nos presenta. La recesión en un lugar que no la vive tan tranquilamente como los vecinos del norte acaudalado.
Una recesión que a estos hermanos los agarró desprevenidos en vías de explotar legítimamente un territorio con pozos petroleros. Ya no son vaqueros contra indios, sino economía contra clases en desventaja.
Asaltos múltiples pues ni los bancos tienen cajas llenas como para un gran golpe. A ese contexto se suma una muerte familiar en pobreza y la esposa e hijos de Toby, a quienes no puede atender. ¿No da ello la suficiente ira para cobrar venganza? Por supuesto que sí, y Mackenzie logra transmitirla en personajes amorales y atractivos que apelan a las afinidades del espectador.
Más aun, la complicidad viene por doble partida, pues no tardamos en conocer a Marcus (Jeff Bridges magnífico) y Alberto (Gil Birmingham), los dos rangers asignados a investigar los robos. Ellos, con su dinámica de odio/amor y diálogos cómicos y malvibrosos (perfectamente interpretadas por ambos) son la contraparte narrativa, sí, pero no la antagonista. Marcus y Alberto simplemente quieren hacer cumplir la ley. Un ranger al borde del retiro obligado y otro que debajo de su sequedad esconde la tristeza de ver partir a su secuaz. Ellos tampoco tienen todas consigo, pero, como Toby y Tanner, están enojados con su contexto de injusticias y han de cumplir su objetivo a como dé lugar. La metáfora del Hell or Highwater. Que suceda lo que ha de suceder. Como sea.
Vemos que éste entonces sigue siendo un salvaje Oeste. Uno donde el ciudadano común, en apariencia inofensivo, está armado hasta los dientes y no dudará en disparar o subirse a su pick up y perseguir a quien se la haga. Uno donde todos tienen sed de venganza y a las pistolas y rifles de grandes calibres se le suman los igualmente peligrosos (o más) prejuicios. Donde los casinos de reglas relajadas y hoteles de cuarta sirven no como ocio sino como un violento desahogo.
Si el western de mitad del siglo XX tenía una poderosa función revisionista, el guión de Sheridan propone, bajo la misma estructura, no ir tan al pasado para hacer lo mismo con esa América invisible y resentida que votó a Donald Trump. Mackenzie, eso sí, se despoja de lecciones morales innecesarias y prefiere enmarcar esta magnífica historia con su cámara. Con travellings delicados que no pierden de vista la acción de sus protagonistas ni tampoco el poder de sus paisajes. Con tiros amplios que exaltan la soledad y los imprescindibles finales crepusculares.
Aquí no hay conquistas de lo salvaje ni insubordinación hacia la naturaleza. Al contrario, la sequía se come plantíos y, en una tregua por demás poética, facilita enterrar el delito como son esos autos en los que los hermanos cometen sus atracos, o esconderse de una horda de vaqueros iracundos tal cual “Señor del Valle”. El Comanche del Siglo XXI. El enemigo de todos.
Si Hell or Highwater no es el primer western moderno que se aproxima a estas circunstancias socio-económicas, sí es el primero que lo hace con tal fuerza y decoro. Desafía al espectador. Y esa es una capacidad que el cine estadounidense ha perdido.