INTERESTELLAR

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interestelarPor: Sergio Bustamante

 

En una época de dificultades económicas donde el cine ha perdido una pequeña cuota de rentabilidad, al menos fuera del circuito mainstream, y donde hasta consagrados como Martin Scorsese o Francis Ford Coppola atraviesan el sinuoso camino de la duda sobre ellos como inversión, es de admirar el romance que estudios majors como Warner Brothers o Paramount mantienen con Christopher Nolan.

Del cineasta independiente de Following (1998) que fue encontrando su identidad fílmica al tiempo que su perspectiva se volvía cada vez más calculada en términos de producción, siempre lograda, eso sí, Christopher Nolan ha sido un director que, aparte de exponer un rápido desarrollo, particularmente como productor, ha sabido vender y aferrarse bien a sus objetivos, incluso a costa de ideas que no tendrían luz verde en ninguna industria. Mucho menos en un estudio grande como los mencionados.

Y es que su más reciente filme, Interstellar, no es sólo la producción más compleja y ambiciosa de su filmografía, sino que su naturaleza implica un criterio que podría alejar al público una vez pasado el ruido de su estreno. Incluso a costa de su gran campaña publicitaria y estrellas en el reparto. Porque si bien el filme se sostiene sobre una premisa “sencilla” como el fin de la humanidad y la consecuente misión hacia el espacio para encontrar un nuevo planeta que sea habitable, el desarrollo de la trama contiene gran cantidad de aspectos teóricos o física cuántica y exige mucha atención por parte del público. ¿Es Nolan excluyente al hacer esto? De ninguna forma, pero su enfoque artístico choca de cierta manera con el pico de su forma. Rememorando por momentos la pérdida de brújula que padeció en The Dark Knight Rises (2012). Así pues, Interstellar no es un filme fácil de vender. Pero Nolan, aparte de su firma, ha escondido una cinta de amor y fantasía bajo el asombro de una aventura en el espacio. Asombro, cabe mencionar, en el aspecto visual. Aunque la historia también posee algunos buenos valores narrativos.

Así, tenemos desde el inicio a un padre, Cooper (Matthew McConaughey), que acompañado de sus hijos en una camioneta persiguen a un drone a lo largo de un campo de maíz tal y como Gary Cooper hiciera lo propio en otro tiempo y a la inversa en esa obra mayor que es North By Northwest (Alfred Hitchcok, 1959). En este futuro próximo no hay una confusión espía, pero  ahora la presa es la tecnología y el cazador un hombre que desea darle un uso diferente. Interstellar nos ubica en un escenario distópico donde la hambruna y sequías han acabado con buena parte de la humanidad y la escasez de sembradíos y vida en general lleva el mundo hacia una extinción próxima. Un mundo donde ser granjero es lo más útil que uno puede hacer, así seas un ingeniero sobrecalificado.

Sobre esa línea es que se establece la relación de Cooper con sus hijos, especialmente su pequeña hija. Mientras él varón adolescente, Tom (Timothée Chalamet) no parece tener mucho interés y vive con la zozobra de lo que será (contra voluntad) su destino trágico en el campo, la pequeña Murph (Mackenzie Foy) comparte con su padre un lazo afectivo que se sostiene en una curiosidad y sabiduría claramente heredadas de él. Ella quiere entender el mundo. En otras palabras, es una física prematura. Este hecho la lleva a compartir con Cooper un patrón que ha encontrado en su cuarto (convencionalmente lleno de libros que le serían imposibles en comprensión básica) y el cual tiene que ver con un cambio gravitacional en la tierra.

Aquí donde la cinta comienza a tomar un giro descriptivo en el que destacan las teorías y palabrería (cortesía del asesoramiento del prestigiado físico Kip Thorne), y también sale a flote el Nolan que hace del montaje su principal aliado ante la falta de tiempo para explicar antecedentes e incluso ante la incongruencia de ciertos saltos. Y vaya que Interstellar tiene premura en su desarrollo debido que aún así dura casi tres horas. Lo que hace al filme diferente, y tal vez por eso mismo un poco fallido o mejor (muy divididas las opiniones), es que la acción se sucede a un ritmo diferente, cortada por hacer énfasis en la relación de Cooper con su hija, elemento que se vuelve trascendente a lo largo de la historia.

Al descubrimiento que hace la pequeña Murph, le sigue el de Cooper sobre dicho patrón, que es nada menos que la ubicación geográfica de una NASA clandestina ─y no en sentido figurado─ que planea una misión espacial para encontrar un planeta con condiciones para la vida donde lo mejor de la humanidad (o lo que eventualmente sobreviva) se establezca y comience un nuevo ciclo. En este lugar Cooper se encuentra con el Profesor Brand (Michael Caine), un viejo conocido que le explica la misión y la no-casualidad de que Cooper haya llegado ahí justo cuando lo que hacía falta para llevar a cabo la misión es un comandante que pilotee la nave, cosa que él había hecho en su pasado como ingeniero, aviador y lo que se vaya acumulando.

La misión, sin embargo, posee tres elementos que han de ser trascendentes para todo el filme: Uno, que Cooper tiene que abandonar a su familia durante años con grandes probabilidades de ya nunca regresar. Dos, que eso se debe a que la misión tiene también algo de azar al ser un nuevo intento sobre pistas que misiones anteriores (sin éxito) habían transmitido. Y tres, la amenaza de ser tragados por un agujero de gusano cercano a la galaxia donde se encuentra el planeta al que se dirigen. Naturalmente, dicho agujero ha de tomar un lugar importante en la trama como elemento que une todos esos mini universos que ya planteó Nolan. El de la familia abandonada, el de una NASA que trabaja casi a ciegas sobre ecuaciones que no logra resolver y por lo tanto no les permiten avanzar, y el de misiones anteriores que habían hecho el mismo recorrido sin éxito.

Todos esos escenarios aportan una cuota de plots a la historia, y Nolan los une por medio de explicaciones complejas que, si logramos asimilar como avance narrativo y no clases de física, le dan un sentido de fantasía a la película, antes que de la tan gastada etiqueta de ciencia ficción. Y es que Interstellar no prepondera los viajes y las preguntas sobre todo aquello que desconocemos del espacio (aunque pareciera que sí), sino la relación de Cooper con su hija y, en segundo plano, con los astronautas de la misión (en especial la hija del profesor Brand, interpretada por Anne Hathaway) como el verdadero leitmotiv del éxito o fracaso de la misión. Mucho más cuando sale a flote un secreto que cambia el rumbo del filme. Interstellar, entonces, pareciera hermanada con las aproximaciones espaciales de Kubrick y Andrei Tarkovsky (particularmente en la figura de los robots parlantes que asisten a los astronautas en la navegación y cálculos que son tal cual el monolito de 2001 con vida), pero es un filme más cercano a Labyrinth (Jim Henson, 1986) o The Never Ending Story (Wolfang Petersen, 1984). Aquí también hay universos fluctuados que se conjugan en un lugar común en el que dos personas (familiares en este caso y casi siempre) se comunican para ayudar a que uno de los dos regrese.

Precisamente puede ser esa colisión entre el Nolan de acción y el “romántico” lo que hace que el filme no termine de alcanzar su cenit emocional durante su larga duración. En ese aspecto los elementos característicos están puestos. Tenemos la música de Hans Zimmer (en esta ocasión muy mesurado), el personaje patriarcal de Michael Caine (y ahora por partida doble con la inclusión de John Lithgow como el abuelo de los niños), el personaje femenino con arco apenas perceptible (Anne Hathaway como Brand Jr.) y hasta la grandilocuencia visual con autoreferencia incluida (en una de las tantas explicaciones sobre el tiempo y el universo, el plano terrenal se dobla tal y como en Inception, 2010), pero todo ello en conjunto no crea una gran impresión, porque, repetimos, la aventura opaca a una fantasía que por si sola haría una gran película.

Si acaso Interstellar tiene una sobriedad inédita porque el director quiso que la historia tuviera el mayor impacto. No existen escenarios, por comparar, tan cautivadores como los de Prometheus (Ridley Scott, 2012), a excepción de un gran océano de olas colosales en una de las secuencias más memorables. Y es hasta en sus últimos minutos dónde Nolan vuelve a abusar de eso que David Bordwell denominó como continuidad intensificada y que tanto le ha redituado. El resultado de esa mezcla nos da una cinta inconsistente. Pero ojo, no en un parámetro general, sino en el marco de la obra de Nolan. Lo malo es que dicha ambición, se suponía, apuntaba a que Interstellar se convirtiera en su mejor película hasta la fecha.

Se dice que en un principio esta era una historia que los hermanos Nolan tenían reservada para únicamente producir bajo la dirección de Steven Spielberg, pero lamentablemente este último, ante otros compromisos, tuvo que pasar al proyecto. Si bien Spielberg no llegó a escribir su propio tratamiento, es evidente que pensaron en él al enfatizar el “spielbergiano” conflicto del padre-hijo. Es posible que como plan B, Christopher Nolan haya decidido llevar ese borrador final hacia su visión sin dejar de lado las influencias del género, por no mencionar la cantidad de otras sutilezas (como la de Hitchcock) que posee. Lo que tenemos es entonces demasiada información que, en vez de recordarnos a Spielberg, se acerca a M. Night Shyamalan. Y eso, en el cine de hoy, no es exactamente un logro.

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