En lo que supone el clímax sentimental de Isle of Dogs, Atari (Koyu Rankin), se encuentra frente a un congreso de políticos tratando de disuadirlos de aprobar una medida que propone, en pocas palabras, exterminar a los perros.
En dicha escena, Atari proclama un Haikú (la tradicional micro poesía Japonesa) que, seguido por una serie de asombrosos fotogramas animados, funciona perfecto como identidad de Isle of Dogs, el reciente filme de Wes Anderson: “Whatever Happened to Man’s Best Friend?”, pregunta Atari. Pero ya antes el director nos ha respondido.
Dividida en cinco capítulos, la película puede interpretarse como el propio Haikú de Anderson para abordar sus clásicas obsesiones aunque ahora acompañadas de un inusual comentario político. Particularmente, si se quiere verlo así, uno que va sobre el escenario estadounidense actual. Quizás entonces más que Haikú, Isle of Dogs es el réquiem del cineasta para describir el estado de desapego (en todos los sentidos) que priva en la sociedad. Y qué mejor vehículo para hacerlo que la relación hombre/perro. O, en este caso, un niño y su mascota. Por si ello no bastara, Anderson encuentra una mayor profundidad temática gracias a dos elementos: la cultura oriental y la animación cuadro por cuadro.
Liberándose de las imposiciones narrativas que supone un filme en vivo aunque con una mayor exigencia al detalle (vaya, la gran virtud del director), nos receta un cuento distópico ubicado en Megasaki, una ciudad nipona ficticia gobernada por el Mayor Kobayashi (Kunichi Nomura), quien tras una epidemia que azota a la comunidad canina y pone en peligro la convivencia humana, ha decidido que la única solución es desterrarlos cual doctrina del shock a una alejada isla/basurero. Hasta ahí viaja el pequeño Atari (Koyu Rankin) para buscar a Spots (voz de Liev Schrieber), su ex mascota y guardián entrenado para protegerlo.
A partir de la accidentada llegada de Atari a la isla (se estrella en su avión) es que Anderson comienza a desplegar un preciosista relato donde los perros, interpretados por las voces de un envidiable reparto multiestelar, son la guía moral que nos conduce por una fábula que literalmente se asemeja a esos libros infantiles “pop up” donde con base en diagramas y elementos cándidos se esconde un mensaje mayor a su forma. En este caso, uno de lealtad, amistad y por supuesto la mencionada alusión política, pues del exilio forzado pasamos a la lucha para evitar el exterminio.
En ese desarrollo no hay escena o momento en el que no se vaya construyendo el universo über estético de Anderson; paletas, tonos pastel, emplazamientos que aquí como animación ceden su casi militar calculación ante la historia, el humor negro, el encumbramiento de lo raro y los marginales, y los clásicos travellings que ahora cobran una mayor relevancia en su lenguaje dado los traslados de la historia (y sus protagonistas) entre una isla y otra.
Lo destacado, sin embargo, es que no descuida su objetivo y una vez más lo vuelve un logro ahora invirtiendo los papeles, es decir, la variopinta manada de perros como representación de las incertidumbres y problemas existenciales que siempre han aquejado a sus personajes. Delineados también a detalle por el guión de Anderson en coautoría con Roman Coppola y Jason Schwartzman, estas mascotas que sólo desean regresar a la amorosa vida que llevaban antes, han aprendido todo lo bueno y malo de la sociedad y sus estructuras, así que cuando deben ayudar a un niño a encontrar a su perro y más tarde ponerse en pie de lucha ante un gobierno que amenaza su existencia, crean una interesante tergiversación del famoso dicho “el perro es el mejor amigo del hombre”. Estos perros que razonan y tiene crisis Allenescas sí que lo son.
Gracias a esta no tan inusual propuesta pero sí por demás original mirada del director es que el humor y manías que caracterizan su cine trabajan como pocas veces lo habían logrado. Tanto la técnica de animación, como la apropiación cultural (para nada mala como se ha querido pintar) y los dejos de animalidad no racional (obviamente contradicho para fines narrativos y de fantasía) permiten entregar el mensaje sin que nos distraigamos con las personalidades o tics de los actores en carne y hueso. Incluso la voz del mismo Bill Murray, todo un fetiche del universo “Andersonista”, se pierde entre la cantidad de voces y graciosos (o serios) temperamentos de los perros (impresionante el “Gondo” de Harvey Keitel), lo cual de hecho no es nada malo, pues confirma las intenciones del guión.
¿Intenciones políticas o denuncia? No. Y aunque hay puentes que la conectan con la sí politizada The Grand Budapest Hotel (2014), sucede que aquí no son más que un apoyo argumentativo para un mensaje universal de empatía. Y cierto es que la tentación de verlo así es mayor cuando haces que el público se identifique de inmediato con un grupo de bellos perritos que son víctimas del odio e inmigrantes involuntarios a merced de un político que, cero sutilezas, es amante de los gatos. Pero antes de que la carga de signos se devore la historia, Anderson se encarga de preponderar un tono amoroso y conciliatorio.
Para un director que había empleado justamente la figura canina como tregua (The Royal Tenenbaums), como consuelo (misma cinta), como víctima de un iracundo periodicazo (The Life Aquatic with Steve Zissou) y también como accidentando blanco de una flecha letal (Moonrise Kingdom), Isle of Dogs era el siguiente paso natural (¿redimiendo sufrimientos de su público?) de su filmografía. Lo que no muchos esperábamos era una alegoría tan brillante y conmovedora. Vaya genio.