Marco Antonio Flores Zavala
Ha iniciado el verano de 1914. En los alrededores de la ciudad de Zacatecas han caído lluvias generosas.
Por otra parte -Ciudad de México-, el general de División Victoriano Huerta se mantiene como presidente de la República. Varias plazas del Norte van siendo ocupadas -con harta violencia- por los contingentes constitucionalistas que reconocen a Venustiano Carranza Garza como Primer Jefe del Ejercito Constitucionalista -por legalidades y tal, no se autoproclama presidente del país-.
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Francisco Goitia en su relato sigue enrolado en algún grupo de las fuerzas armadas que dirige el general Felipe Ángeles. Está en territorio zacatecano.
Manuel M. Ponce está fuera del país. Roque Estrada Reynoso está en una cárcel de la Ciudad de México, su detención es un efecto de mantearse opositor al gobierno huertista.
Joaquín Amaro Domínguez anda en Michoacán; Enrique Estrada es parte de los jefes militares que acompañan a los grupos que dirige Francisco Murguía López de Lara; Pánfilo Natera es el dirigente de la División del Centro uno, la División dos del Centro la conduce Eulalio Gutiérrez.
La familia López Velarde Berumen vive en la Ciudad de México. Habita un departamento clasemediero. No poseen un automóvil. Todavía no saben del asesinato de su tío sacerdote residente en la ciudad de Zacatecas.
El general Luis Medina Barrón anda rumbo a Aguascalientes. Huye tras la estrepitosa derrota en la batalla de los días precedentes.
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El general Francisco Villa entrega el mando militar al general Natera, éste lo cede al gobierno civil establecido en Sombrerete. El gobernador formal es Manuel Carlos de la Vega y como secretario de gobierno funge Antonio Acuña Navarro.
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El general Ángeles escribió en su diario:
Día 24 de junio
A la mañana siguiente entramos a Zacatecas visitando el campo de batalla por el lado de La Bufa; en donde, en verdaderos nidos de águilas, se había hecho fuerte el enemigo.
Pocos muertos había por ahí; pero casi todos estaban atrozmente heridos y sus actitudes revelaban una agonía dolorosa.
Buscábamos como botín los útiles de zapa y el material y municiones de artillería. Con vigilantes asegurábamos la posesión de las cosas que íbamos hallando, mientras mandábamos tropas a recogerlas.
Dentro de la ciudad había muchos más muertos: con las heridas invariablemente en la cabeza.
La acumulación de nuestros soldados hacía por todas partes intransitables las calles de la ciudad. Los escombros de la Jefatura de Armas obstruían las calles circunvecinas. Según decían en la ciudad, familias enteras perecieron en el derrumbe de ese edificio, hecho por los federales, no sé con qué propósito.
Tanta era la tropa que [mayor Federico] Cervantes no pudo encontrar alojamiento para la artillería y decidí ir a buscarlo en la dirección de Aguascalientes, en Guadalupe o más allá, cerca de la laguna de Pedernalillo, cuyo espejo vimos desde que por primera vez subíamos al cerro alto de Vetagrande.
¡Oh, el camino de Zacatecas a Guadalupe! Una ternura infinita me oprimía el corazón; lo que la víspera me causó tanto regocijo, como indicio inequívoco de triunfo, ahora me conmovía hondamente.
Los siete kilómetros de carretera entre Zacatecas y Guadalupe y las regiones próximas, de uno y otro lado de esa carretera, estaban llenos de cadáveres, al grado de imposibilitar al principio el tránsito de carruajes. Los cadáveres ahí tendidos eran, por lo menos, los ocho décimos de los federales muertos el día anterior en todo el campo de batalla.
Los caballos muertos ya no tenían monturas ni bridas, y los soldados, ni armas, ni tocado, ni calzado, y muchos, ni aun ropa exterior.
Por la calidad de las prendas interiores del vestido, muchos de los muertos revelaban haber sido oficiales.
Gracias a la fría temperatura de Zacatecas, los cadáveres aún no apestaban y se podían observar sin repugnancia.
Todos los caballos estaban ya inflados por los gases, con los remos rígidos y separados. En los soldados, aunque ya habían sido movidos al despojarlos de sus zapatos y ropa exterior, había infinidad de actitudes y de expresiones: quienes habían muerto plácidamente y sólo parecían dormir; quienes guardaban actitud desesperada y la mueca del dolor y del espanto.
¡Y pensar que la mayor parte de esos muertos fueron cogidos de leva por ser enemigos de Huerta y, por ende, amigos nuestros! ¡Y pensar que algunos de ellos eran mis amigos, que la inercia del rebaño mantuvo del lado de la injusticia!
En Guadalupe (como en Zacatecas) los vecinos estaban amedrentados, ¿sus propiedades serían respetadas?
-Está bien -decían- que aprovechen los soldados lo que tengo, para eso es; pero que respeten mi vida, la de mi esposa y las de mis hijos.
Una señora, en un parto prematuro, había muerto de espanto.
Y todos pedían salvoconductos, y todos se disputaban el honor de invitar a comer a los jefes principales, para que tuvieran garantías.
La guerra, para nosotros los oficiales llena de encantos, producía infinidad de penas y de desgracias; pero cada quien debe verla según su oficio. Lo que para unos es una calamidad, para los otros es un arte grandioso.
En la mina de La Fe me alojé con el Estado Mayor; la tropa quedó en Guadalupe.
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Carranza está en Saltillo -un mes antes estuvo en Durango, y pasó a Sombrerete para acompañar a Natera a un bautizo y planear la toma de Zacatecas-. En la capital de Coahuila idea cómo controlar el triunfo de la División del Norte, de Villa y Ángeles.
Sin prorrateo, el coahuilense posee una visión de Estado que no tienen los revolucionarios del Sur y el Norte.