LA DICTADURA PERFECTA

En estos días, mientras Morelia lleva a cabo su prestigiado festival internacional de cine (FICM), una de las notas que más repiten los medios y periodistas que le dan cobertura, es la calidad de la última cinta de Alejandro González Iñárritu, Birdman (2014). Proyectada como función inaugural y fuera de concurso (como lo hiciera la de otro mexicano el año pasado con Gravity de Alfonso Cuarón), Birdman ha recibido cualquier cantidad de halagos preponderándola como el mejor filme de Iñárritu a la fecha.
Una de las cuestiones más comentadas tanto en los Estados Unidos (donde la crítica igualmente la ha tratado muy bien), como aquí, es que con Birdman, Iñárritu se desprendió por fin de esas muletillas y recursos que más que convertirlo en un autor, lo hacían ver como un cineasta premeditado y ambicioso que ya no aportaba mucho. No es casualidad, cabe mencionar, que al igual que Gravity, Birdman también fue fotografiada por Emmanuel Lubezki en un laborioso y falso plano secuencia. Más allá de técnica o habilidades, el punto a señalar es que Iñárritu se renovó como cineasta y con ello, voluntaria o involuntariamente (eso no lo sabemos), ha entregado un filme que se vislumbra gane varios premios el próximo año.
Esto viene colación por el reciente filme de Luis Estrada (un contemporáneo de Iñárritu y Cuarón, sobre todo cercano al segundo), La Dictadura Perfecta, el cual con todo y su mensaje, técnica y buena narración, no da lugar a la sorpresa ni abre una perspectiva a algo que el director no haya mostrado antes. Y no porque la historia tenga similitudes con su filmografía, después de todo, cineastas como Woody Allen viven de una marca, pero renovando sus perspectivas constantemente y hasta sorprendiendo. Bajo esa óptica, La Dictadura Perfecta es un guión inédito, pero la línea humorística de Estrada se siente agotada y sin propuesta que rebase la denuncia.
La Dictadura Perfecta, de hecho, posee una implicación interesante que Estrada no aprovechó precisamente por enfocarse en la automatización de un cine que aunque le ha pagado dividendos, no lo ha hecho crecer como director como en su momento sí lo hiciera La Ley de Herodes (1999). Esta connotación de la que se habla es que cuando Mario Vargas Llosa elaboró la frase de “la dictadura perfecta”, hacía alusión directa a las décadas de gobiernos priistas y la forma como se habían perpretado en el poder de forma sutil al tiempo que compraban a los intelectuales bajo la falacia de la apertura crítica. La anécdota es memorable no solamente porque Vargas Llosa pronunciara aquellas palabras frente a intelectuales como Octavio Paz (quien estaba silenciosamente furioso ante la acusación) y Enrique Krauze, sino porque dicho debate tenía además el patrocinio de Televisa. Algo que curiosamente Estrada estuvo a punto de vivir si no es porque Videocine, (la rama de distribución de cine de Televisa) se echa para atrás en el último minuto con la comercialización de esta película. Es decir, este juego irónico de realizar un filme bajo el auspicio de aquello que señalarás no fue posible, sin embargo, la polémica suelta al respecto no fue aprovechada por Estrada a sabiendas de que el filme por si solo lo sería, y lo que nos queda es la pura forma; la sátira de un país y su gobierno que, por si fuera poco, se otorga licencias históricas y mezcla los tiempos en aras de un humor más mordaz aunque por momentos sea simplón.
Todo ello no significa que La Dictadura Perfecta no sea una película lograda. El problema es la repetición de algo que hemos visto por partida doble, es decir, en la realidad y en el cine de Estrada. La trama ahora se ubica en la actualidad mediática que vivimos. Un joven e inexperto presidente (Sergio Mayer encopetado) comete el error de expresar (en un inglés que nos recuerda al “infrashtrructur” de Peña Nieto) frente al embajador Estadounidense que si abren las fronteras, los mexicanos haremos el trabajo “que ni los negros quieren hacer” (en referencia directa a Vicente Fox). Cuando el escándalo comienza a esparcirse por ese medio (juez y parte) y ahora formador de opinión pública que son las redes sociales, una poderosa televisora que cuida la imagen de este político, da a conocer en su noticiario de horario estelar unos videos que comprometen al gobernador de un estado cuando se le ve recibir maletines de dinero de parte de quien parece ser un miembro del crimen organizado.
Desviando la atención hacia los hechos y sin forma de defenderse, este gobernador, Carmelo Vargas (Damián Alcázar), le propone (o mejor dicho compra) una tregua a este grupo televisivo en orden de que le ayuden a limpiar su imagen y la de su estado. La producción de dicha campaña trae todos esos enredos y personajes con los que Estrada ha hecho esa sátira política tan suya.
A pesar de esta entretenida historia, porque si algo no se le niega a Estrada es saber narrar y hacer reír, hace falta ese punto álgido al que suelen llegar sus otros filmes y particularmente algunos de sus personajes más recordados. Bien puede que ser que como público entendemos perfecto a lo que se está refiriendo y/o hemos transitado hacia un nuevo nivel de acceso a la información y crítica. A diferencia de las tramas de poder en el mundo del crimen organizado (El Infierno, 2010), nos son manifiestos los intereses y manipulación de esta televisora, en parte porque es un sesgo informativo que hemos vivido desde hace unos años, y por otro lado, porque La Dictadura Perfecta se enfoca totalmente en el papel que juega esta televisora como empresa de relaciones públicas, sin ahondar en temas mucho más enriquecedores como las consecuencias sociales (vemos de vez en cuando a diferentes grupos de personas frente al televisor en silencio sin que nada los mueva realmente a la acción o al comentario como por ejemplo sí sucede en The Truman Show [Weir, 1998]) o los personajes que se transforman, para bien o para mal, a la par del relato. Es precisamente la falta de esa visión ingenua la que tal vez haga parecer a La Dictadura Perfecta como un filme plano. Por ahí si acaso los padres (Silvia Navarro y Flavio Medina) de dos gemelas secuestradas, que son usados como señuelo sentimental (en clara alusión al caso de Paulette) dan signos de ser ese hilo conductor que muestra la descomposición ante el sistema, pero se quedan cortos en su desenlace. Igualmente el productor de televisión que lleva toda la campaña de RP interpretado por Alfonso Herrera. En su caso, se espera que tal vez este arco narrativo trabaje en una forma inversa a, por ejemplo, los ingenuos personajes que antes había interpretado Alcázar a las órdenes de Luis Estrada, pero es tan plano (a pesar de la aceptable interpretación del actor) que no aporta un cambio enriquecedor, que es de lo que este filme tanto carece. Hablando de Alcázar, llama la atención que su personaje del gobernador comparta apellido con aquel triste Juan Vargas de La Ley de Herodes. Es claro que hubo aquí una intención por parte de Estrada y su co-guionista de confianza Jaime Sampietro, y aunque dicha referencia pudiera ser incluso a Vargas Llosa, trabaja en sentido contrario no sólo por traer a la mente a aquel gran personaje de «Vargitas», como decía Pedro Armendáriz, sino porque el desarrollo de ambos es opuesto.
Afortunadamente, en esta ocasión la estrella no es Alcázar, con todo y su aberrante personaje que mezcla con humor negro varios ex gobernadores como Ulises Ruíz y Mario Marín. Tampoco los diversos políticos que trabajan para el mejor postor sin importar ideologías (un acierto de Estrada que todos carezcan de ello). Ni el retrato de casi una década de errores y decisiones que hemos olvidado o tomado a la ligera. El protagonista del filme, se entiende, son los medios y el papel que han jugado en todo lo mencionado (ya sin contar las varias referencias que contiene la película).
Pareciera pues, que la dictadura perfecta no es la de un partido o gobierno, sino la de una emporio televisivo que ha transitado de ser el cuarto poder, al primero y único. Un poder que a diferencia del gobierno y sus dependencias sí es, cabe agregar, verdaderamente efectivo. Pero eso es algo que inducimos, y que Estrada dejó suelto como un simple gag. En esta ocasión le faltó, digamos, abrir su propia caja china.