Antes de continuar, es necesario hacer tres precisiones; la primera, es que si no hago alusiones a personas distintas a varones y mujeres es porque no conozco otro tipo de seres humanos; nada me parece más aberrante que esos absurdos formatos que en el espacio relativo al sexo ponen: “Femenino”, “Masculino” y “Otro”; ¿otro? ¿Cuál?; segunda, que ese es mi muy particular punto de vista; si eso me hace retrógrada, machista, etc., lo siento, pero así veo las cosas yo; y tercera, confío con fervor guadalupano en que estas manifestaciones no sean constitutivas de delito.
Prosigamos; líneas atrás escribí: “Es evidente que la naturaleza de ciertas actividades no se determina por criterios biológicos, sino por lo que culturalmente se define como propio para ese sexo, o sea, por el género”; que sea evidente, esto es, perceptible por los sentidos, no significa que así deba ser ni tampoco que sea válido o esté justificado. De donde resulta que las feministas tienen toda la razón cuando arguyen que la asignación de ciertas responsabilidades -o “roles”- en función de su género es pura y llanamente discriminación. En principio, el hombre y la mujer son iguales.
Semejantes en todo pero no idénticos. La identidad absoluta es imposible, pues la maternidad marca una diferencia esencial, fundamental, determinante, insalvable. Diferencia que, por otro lado, no puede servir de excusa ni pretexto para subyugar a la mujer ni, mucho menos, para volverla víctima de la tiranía masculina.
Lo anterior significa, no obstante, que los orígenes de ese complejo estado de cosas -que es preciso modificar lo más pronto posible hasta lograr un marco (jurídico, cultural, social, etc.) que garantice la auténtica igualdad de derechos y de oportunidades-, es un proceso histórico que involucra a hombres y mujeres y los hace corresponsables del estado de cosas actual. Al Siglo XI o al XXI y sus problemas de género no llegamos como producto de una conjura de machos. Es producto de una evolución de siglos, de miles de años, que rompió moldes, normas y patrones de conducta previos.
A ese respecto, sugiero la lectura de un libro escrito hace ya varios años, reeditado en 2012, titulado: “Breve Historia de la Desigualdad de Género”.1 Si bien la pretensión del autor pareciera otra, dicho en sus propios términos: “Explicar las causas del origen del control masculino sobre la reproducción humana; así como, de sus manifestaciones más sorprendentes en el ámbito legal -la capitis diminutio de la mujer en el derecho romano- o en el terreno filosófico y científico -las tesis de Aristóteles que postulaban que ‘sólo el semen del hombre es capaz de transmitir el alma entre los seres humanos’- o en el campo de lo religioso -‘la mujer debe obedecer al hombre en todo, pues Adán fue creado antes que Eva por un Dios Padre, todopoderoso’”;2 lo cierto es que sirve muy bien para explicar lo otro: Que aquí llegamos todos en bola, hombres y mujeres, como resultado de un larguísimo proceso (milenario) y no de sopetón. Desde las primigenias comunidades hasta la actualidad median sus buenos 100 mil años.3 Lo que, insisto, no puede ser motivo para legitimar ningún abuso. Es preciso que las mujeres, salvadas las diferencias, en los hechos, gocen del mismo estatus social, jurídico y político, que los varones. Y esa es una tarea impostergable para ambos sexos.
Ahora sí, vayamos al asunto de la ida al baño que sirve de título a estas líneas y que ilustra a la perfección -y de bulto- el asunto de las diferencias entre hombres y mujeres y cómo todos contribuimos a mantener el status quo de la discriminación. Semanas atrás asistí a un evento muy bien organizado por instituciones feministas que invitó a conferencistas de talla internacional; los pormenores los obvio; baste con señalar que fue un magnífico evento y que su sede fue un antiguo palacio de dos plantas, con seis baños (dos arriba y cuatro abajo), escrupulosamente repartidos por sexo (tres y tres). El primer día, todo estuvo bien; el segundo, me llamó la atención que me prohibieran el acceso a uno de los baños de hombres, bajo el argumento de que estaba reservado para las mujeres; el desequilibrio, para entonces notorio (cuatro y dos), lo hallé explicable pero injustificado visto que los apremios fisiológicos son idénticos. Aquí un paréntesis: Sé por experiencia propia la lata que es ir al baño cargado de bultos (vestido siempre de traje, cargando a todos lados con la lap top y con un libro bajo el brazo) y sé perfectamente, además, la de malabares y equilibrios que se deben hacer -y más cuando no hay ganchitos-; en varias ocasiones (muchas) he debido lidiar con los faldones del saco, el maletín y un libro, al que en última instancia coloco entre los dientes (como hacía Chanoc con el cuchillo cuando se metía al río a pelearse con los cocodrilos), y paso a proceder; ¡ah!, pero no hablemos del invierno, porque el asunto del abrigo es lo más parecido a traer enaguas. Así las cosas, repito, me pareció explicable, aunque injustificado, lo de la requisa temporal de uno de los tres baños. Lo que sí ya no me pareció fue que, al tercer día, eran ya cinco los baños para mujeres y uno, precisamente el del 2º piso, para los hombres; además de la afrenta de dejarlo a uno sin dos baños, habría que sumar el agravio de subir (con abrigo, maletín y libro) hasta la segunda planta.
Dicha situación propició en mí tres reflexiones; primera: ¿Verdad que sí hay diferencias? Segunda: En la larga batalla de los sexos, ¿qué carajos significó esa escaramuza? Y la tercera, la está usted terminado de leer precisamente en estos momentos.
Luis Villegas Montes.
luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com
1 CARRILLO CASTRO, Alejandro. Breve Historia de la Desigualdad de Género. Plaza y Valdés. México. 2012.
2 CARRILLO CASTRO, Alejandro. “Equidad de Género: ¿Quimera Inalcanzable?” en revista Altamirano, año 9, 6ª época, enero 2010, número 38. México.
3 H. FLORES, Jorge y VERA, José Luis. Homo Sapiens, Evolución y Trabajo-aprendizaje. Hacia una Fundamentación Antropológica. Colección: Formación para el financiamiento del desarrollo rural, núm. 3 Colegio de Postgraduados y Financiera Rural. México. 2010. Pág. 17.