LA GRAN BELLEZA

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LA gran bellezzaPor: Sergio Bustamante.

 

 

Hay que esperar cuando se está desesperado, y andar cuando se espera.

—Gustave Flaubert.

 

En una de las escenas más impactantes (por la carga dramática) dentro del filme La Gran Belleza (Paolo Sorrentino, 2013), Gep Gambardella (Toni Servillo), el protagonista, refuta al personaje de Stefania (Galatea Ranzi) la perfección que ella tanto pregona. Lo hace enumerando cronológicamente cada una de sus mentiras. Y lo expresa con tal elegancia y serenidad que el alegato resulta demoledor no sólo para el personaje, sino para el espectador. La escena toma lugar frente a un grupo de amigos durante una cena y es, por tanto, también una cruel forma de exhibirla. Algo equivalente a estar desnudo en la plaza pública a pleno día. Gambardella, consciente de ello, remata con una frase que invita a Stefania a una especie de tregua y que es a su vez uno de los hilos conductores de este filme:

“Todos estamos al borde de la desesperación, que otro remedio que mirarnos al rostro, hacernos compañía, tomarnos el pelo … ¿O no?”

Las palabras de Gambardella no son una ofensa o regaño. Tampoco hay en ellas un dejo de venganza o discurso de superioridad moral (como sí lo había en Stefania). De hecho, Gambardella no hace más que expresar un pensamiento en voz alta. Llegados a este punto del filme tenemos un poco más clara su identidad, pero aún queda por explorar.

Ya antes nos había dado pistas de él durante la saturnal fiesta de su cumpleaños 65. Ya lo hemos visto deambular la noche romana y discurrir en el estado emocional de las cosas. Los invitados a la fiesta hacen una coreografía perfecta (incluido él). Ritmos latinos escoltan a una cámara que deambula los rostros y cuerpos del supuesto círculo intelectual y artístico de la clase alta italiana. El tempo de la secuencia cambia súbitamente mientras él sale de cuadro (y a la vez siendo el centro de) para contrastar esa alegría con una reflexión. El deseo de cualquier espectador que sepa divertirse se topa con el hastío de Gep, el verdadero Gep. El que tiene una necesidad que sobrepasa la gran fiesta en lo alto de un edificio, incluidas mujeres, drogas, amistades, etc. Caminar hasta el amanecer como un remedio parcial, apaciguador de algo ¿De qué? ¿Qué es este sentimiento que no permite a nuestro protagonista disfrutar de aquello y abandonar la bacanal en su punto más alto?

Paolo Sorrentino plantea esta propuesta en el que sin duda es su filme más ambicioso a la fecha. Tiene en este protagonista al vehículo que nos ha de llevar por un tour de force mundano y existencial que en dado momento, y a pesar de la disparidad, logra empatía.

Para tratar de responder estos planteamientos, Sorrentino dota a Jep de algo más que simple nostalgia. Algo más enriquecedor en términos de relato. Enterarse de que su amor de juventud ha fallecido lo lleva a una especie de punto de no retorno. Jep, el escritor que a fuerza de un solo libro publicado se hizo de fama y un lugar en el jet set romano; el que vive de un periodismo insatisfactorio mientras busca la inspiración; el que ve a una ciudad y sociedad impersonal, tiene ahora un pesar extra. Las visiones de aquella mujer casi adolescente a quien él creía el primer amor de su vida lo acechan y llevan a un estado que rebasa la simple tristeza. El vacío se hace profuso y la necesidad de movimiento y expresión se intensifica. Si Jep a sus 65 años ha descubierto que no puede perder tiempo en hacer cosas que no quiere hacer, ahora también está urgido de impresiones. De sentir, de inspirarse. Sobrepasar su entorno.

Vemos pues que La Gran Belleza está lejos de ser esa tan sobada visión de una sociedad decadente o el esplendor de una ciudad. Una insulsa apreciación que a fuerza de etiquetar una película se le ha querido colgar. La historia va mucho más lejos. Entrelaza esos personajes banales, pseudo intelectuales si se quiere, con circunstancias desemejantes en su fachada y casi iguales en su fondo. Mujeres y hombres que ostentan una misma melancolía por un presente que aunque de infinita belleza, parece los ha defraudado. “La tristeza es un vicio”, decía Flaubert. Un autor que Jep cita de forma constante con el objetivo de minimizar ese vacío ante ideas más meritorias como las de Flaubert. Algo que él cree sí tenía sentido comparado a su falta de creatividad y apetito por la vida. ¿Se busca a si mismo en el pasado o quiere dar con esa gran belleza? ¿Cuál es la misión de Jep?

En una de las escenas más preciosas del filme, Jep Gambardella, en su papel de periodista, decide enfrentarse con una asignación que había estado evitando: Cubrir el desmantelamiento del Crucero Costa Concordia encallado en la Isla de Giglio. Ese paseo por la Toscana representa un doble reto para Jep. La cámara panea el barco en silencio, una perspectiva casi en primera persona, sin descripción alguna más que la visual. La metáfora, aunque simple, no deja de ser una significante transición del personaje hacia su objetivo. Y vale decirlo, a pesar del hartazgo de la comparación, la similitud de La Gran Belleza con La Dolce Vita (Federico Fellini, 1960).

Sorrentino no sólo comparte (u homenajea) con el filme de Fellini la estructura narrativa de episodios, también lleva al protagonista por un claro viaje de la A a la Z sin que ello represente una conclusión. Gambardella vive una vida dulce como la de Marcello Rubini, no hay duda, pero Sorrentino contrapone esa lectura con su existencia. Si bien no alcanza los niveles oníricos de Fellini, comprende muy bien esa exploración social en que la que se embarcan ambos protagonistas. Si Fellini perteneció a una escuela que veía al cine como un medio de ruptura de posibilidades, pero a la vez muy clasicista, Sorrentino, dirigido a una generación más “light”, adhiere parte de ese concepto a La Gran Belleza. La cámara manejada por su habitual cinematógrafo Luca Bigazzi, más que moverse, se desliza sin perder detalle de la majestuosidad. Planos calculadísimos, pero también muy sueltos, al orden del dictamen emocional del argumento. Anteponiendo claramente la luz a, por ejemplo, las sombras de Il Divo (2008). En cuanto al protagonista, Sorrentino no tiene problema alguno con las reminiscencias de Marcello Mastroianni. Si el desarrollo es similar, las probadas tablas del gran actor Toni Servillo dotan a Jep de un aire único que en todo caso llega a recordar, por un segundo, a Cheyenne, el protagonista de This Must Be the Place (2011), (antes de éste, el filme más comercial de Sorrentino) interpretado por Sean Penn.

Como aquel rockero, Jep también está desesperado por reconciliarse con un recuerdo. Pero lo que en This Must Be the Place era venganza, aquí es un desprendimiento. Avanzar hacia un nuevo plano creativo. Jep es paciente, no fuerza la situación. Fluye con su contexto. Camina, charla, observa, inquiere, reflexiona. Pretende que esa jornada termine y cierre un círculo. Caer rendido ante una Epifanía, tal y como el turista oriental que al inicio del filme cae desmayado ―¿o muerto?― ante una hermosa panorámica de Roma. Esos dos polos aparentemente tan disímbolos existen en un mismo plano. Nos lo advierte Sorrentino en la introducción: “Nuestro viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte. Personas, animales, ciudades y cosas, todo es inventado. Es una novela”.

Cualquiera puede hacer ese viaje. Éste viaje. “Encontrar la belleza y la verdad escondidas tras el blah, blah, blah”, dice Jep. Conceptos cuasi alegóricos que pareciera son una pelea contra nuestros propios molinos de viento.

En plena época de un absurdo y vulgar culto por lo visual, Sorrentino realizó un filme de dimensiones colosales que se creían extintas.

La Gran Belleza es refrescante; es la vida.

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