Hollywood. O “Hollyweed”, como decía un meme reciente. No hay diferencia. La representación de fantasía es la misma. El símbolo mundial por excelencia de la ciudad de Los Angeles. La aduana hacia un lugar al que miles de artistas llegan con grandes aspiraciones y donde muchos otros miles son rechazados o usados y escupidos por una industria cruel que no acepta ínfulas de individualidad.
No hay letrero en Mulholland Drive que advierta las condiciones que existen debajo de ese camino y en sus colinas. ¿Qué hacer ante ello? ¿Cómo combatir el umbral entre los sueños y las pesadillas? ¿Cómo pasar de la ingenuidad perdida a la convicción? El arte es acaso el mejor escape.
Esa es la respuesta inmediata que nos ofrece Damien Chazelle en una historia que aún ni ha comenzado. Un conjunto de personajes -curiosa y convenientemente jóvenes- que ante el tránsito del Freeway 110 arman un número musical cual flashmob que habla sobre el lugar que habitan (Los Ángeles) y sus deseos (ser estrellas) en un plano-secuencia tan colorido como apabullante. Entre ellos, aunque no los vemos actuar, están Mia Dolan (Emma Stone) y Sebastian Wilder (Ryan Gosling), los protagonistas de la historia.
Ella, Mia, bella y vulnerable aspirante a actriz que se desempeña como, naturalmente, barista. En este caso de un café que se ubica dentro de un estudio cinematográfico. Él, Seb, músico de ese género en falso peligro de extinción llamado Jazz, trabaja a regañadientes como fondo musical en un restaurante. Precisamente esa devoción nostálgica (que denota hasta en su forma de vestir) le trae problemas para encontrar un empleo donde no vea comprometida su integridad artística. Caso no muy lejano el de Mia, donde su profesionalismo se topa de frente con audiciones chafas y agentes más preocupados por el menú del desayuno y el celular, que por el talento de quien está delante de ellos. El encuentro entre ellos se caracterizará por ese sentimiento romántico de dos artistas que no ven la suya porque acaso aún creen en cuestiones como la identidad, el compromiso artístico y cumplir los sueños.
Como toda en comedia romántica, Mia y Seb primero se tendrán que conocer y tirar mala onda antes de caer en el irremediable enamoramiento. Con la diferencia de que aquí, lo harán bailando y cantando. Cada encuentro y posterior disputa de estos dos, cada reflexión sobre la vida (entre ellos y por separado) o decisión, se distingue por un número musical. El eje no son sólo las coreografías a la Busby Berkeley o Bob Fosse, sino sus pensamientos y el momentum.
Lo que presenta Chazelle es pues un homenaje y casi un ejercicio de metaficción: una película que deliberadamente se cuenta con base en otras películas, llámese Singing in the Rain (Donen, kelly, 1952), Top Hat (Mark Sandrich, 1935) The Umbrellas of Cherbourg (Jacques Demy, 1964), Casablanca, (Michael Curtiz, 1942) etc., interpretada ahora por actores que alguna vez pasaron circunstancias similares a las de sus personajes, pues ni Gosling ni Stone provienen de familias con abolengo Hollywoodense o adineradas. La falta de “originalidad”, sin embargo, no es defecto en absoluto, pues la historia es una nueva conceptualización de aquello mencionado al inicio: las aspiraciones en el llamado “show business”. Y más aún, toma riesgos considerables (en lo que se refiere a taquilla) en la época de lo desechable e inmediato. Un cine de manufactura clásica en medio de superhéroes y CGI al por mayor.
Por un lado, lo que presenta Chazelle es técnicamente prodigioso. Un musical vivo y colorido que apela a la nostalgia y a causas que consideramos perdidas, pero ¿Qué tiene de atractivo revisitar una era cinematográfica? Posiblemente no lo sea más allá de las formas aunque para el director eso es apenas el inicio. Detrás de su asombroso montaje y ritmo, de los números/homenajes ejecutados a veces con brío y otras con frialdad (finalmente nadie aquí tiene las cualidades de un Fred Astaire a excepción tal vez de Sonoya Mizuno, que apenas y luce en un número) está una carta personalísima de Chazelle hacia la industria que adoptó (o viceversa) y la ciudad que la ampara, Los Angeles.
El músico que desea vivir del jazz y la mujer que desea vivir de Hollywood. El director que vio frustrado ese mismo sueño de jazz y cuyo demonio exorcizó en Hollywood con la magnífica Whiplash (2014). Paralelismos aparte, La La Land evoca sus influencias con honestidad. Y, sobre todo, se atreve a darle un giro al desarrollo rosa para volver a la carga con temas como el de la cinta mencionada: el éxito no viene sin costo.
Puede ser una gran contrariedad, al menos en cierto porcentaje de la audiencia, no cumplir la promesa de “el amor lo puede todo”. Más si se nos ha vendido la esperanza hasta en los números más solemnes, como el de Mia cantando en su última audición, pero hemos aquí de recordar el inicio. La La Land nunca promete ser una historia de amor, y en cambio sí una fábula sobre ese apodo a la ciudad y sobre la vida Angelina. Específicamente la de esos que cantan y bailan para vivir. Que lo hacen hasta el éxtasis. Y es que ¿de qué otra forma sobrellevar los sueños rotos y renovarse? Qué remedio ante una lucha diaria como esa. Capturada en cinemascope suntuosa y coloridamente porque esta es la obra de un esteta y hacerlo diferente sería, gran contradicción, parecerse a muchas película más. Pero eso sí, entregada con corazón y un arrojo desolador. No cualquiera se atreve a tirar su tesis. Y menos después de embelesarnos casi dos horas con magia.