Por: Aquiles Córdova Morán
Hay muchos ejemplos, en la historia reciente de nuestro país, de organizaciones que se autodefinen y caracterizan como defensoras de los intereses de las clases populares, como «frentes de lucha» que buscan la justicia social y la elevación de los niveles de vida de los menos favorecidos por el sistema económico en que vivimos y que expresamente reconocen como límite, como marco normativo de su actividad, el Estado de derecho que rige la vida de los mexicanos.
Sin embargo, esas mismas organizaciones y «frentes» aunque siempre echan por delante la afirmación de que lo hacen pacíficamente, a cada paso transgreden flagrantemente ese Estado de derecho que dicen respetar; retan al Gobierno, a las instituciones y a las fuerzas encargadas de la salvaguarda de ambos con acciones como toma de edificios públicos, secuestro de funcionarios, bloqueo intencional de calles y carreteras, quema de patrullas y otro tipo de transporte y, en casos extremos, llegan al enfrentamiento directo con policías y otras fuerzas del orden.
Engels escribió alguna vez que no hay que jugar a la insurrección. Sabía por experiencia propia, y también porque era un profundo conocedor de las luchas sociales de su época, que provocar la ira de las fuerzas conservadoras de la sociedad, es decir, el contraataque del status quo, sin estar debidamente preparado para enfrentarlo, para responder eficazmente a cada uno de sus golpes y, finalmente, para derrotarlo, es un error gravísimo que los luchadores sociales serios y responsables no se pueden dar el lujo de cometer, en virtud de que el mismo, casi siempre, termina en un baño de sangre del que las principales víctimas suelen ser los más débiles y desprotegidos.
Es cierto que en la época actual ya no es tan fácil una represión sangrienta como pudo serlo en los tiempos de Engels. El desarrollo y perfeccionamiento del derecho a escala nacional e internacional, la mayor educación y politización de la opinión pública, el extraordinario avance de los medios masivos de difusión e información que en segundos llegan a los más alejados rincones del planeta, el surgimiento de las ONG y las comisiones encargadas de vigilar y asegurar el respeto de los derechos humanos, son otras tantas ligaduras que atan las manos de los Gobiernos y los cuerpos represivos y los obligan a irse con más tiento y cuidado a la hora de enfrentar a sus pendientes.
De hecho, cada vez queda más claro que las organizaciones que se lanzan a desafiar al sistema con acciones como las arriba enumeradas, no están constituidas por locos o por simples irresponsables que desconozcan las posibles consecuencias de sus actos, sino por gente muy consciente y políticamente bien preparada, que cuenta con firmes y sólidos apoyos en los medios, en las ONG nacionales e internacionales, en partidos políticos con presencia nacional e, incluso, en grupos radicales que han tomado las armas para combatir al régimen. Es decir, saben a qué se atienen.
Teniendo en cuenta lo anterior, pudiera pensarse que la advertencia sobre el peligro a que se exponen al actuar como lo hacen, sale sobrando; pudiera sacarse la conclusión de que, en virtud de que están a cubierto (casi al 100 por cierto) del uso ciego de la fuerza en su contra, los resultados, los frutos de sus actos retadores, sólo pueden ser benéficos para las causas que defienden. Y, sin embargo, al menos desde mi modesto punto de vista, no es así.
Ocurre, ciertamente, que el Estado, en cada enfrentamiento con la disidencia, también mueve sus apoyos entre los intelectuales, entre los medios informativos, y hace llegar lejos, en consecuencia, sus puntos de vista y sus críticas en torno a los movimientos de sus opositores. Si a esto le añadimos que dichos movimientos realmente afectan a intereses de terceros (como cuando se cierran por mucho tiempo calles o carreteras; cuando se queman unidades de transporte ajenas al conflicto; cuando se secuestran inocentes o cuando se cierran oficinas que prestan un servicio de gran demanda), no hay que ser genio para concluir que la propaganda oficial cae en terreno abonado, que el movimiento social en cuestión, poco a poco, como consecuencia de la propaganda gubernamental, se va desprestigiando y aislando del apoyo, de la simpatía de la opinión pública y, por tanto, haciéndose cada vez más vulnerable, más susceptible de sufrir, cuando menos, un descabezamiento por la vía del encarcelamiento de sus líderes principales.
Pero supongamos que ninguno de estos peligros se concrete, bien porque los apoyos a la protesta de que se trate sean muy poderosos o bien porque las condiciones generales de la política nacional le veden, por el momento, cualquier acción punitiva al Gobierno.
Queda todavía una consecuencia negativa: un movimiento inoportunamente radicalizado provoca que, al desprestigiarse y aislarse de la simpatía ciudadana, tal desprestigio y aislamiento tiendan a extenderse a todos los movimientos de protesta, sin importar si son legítimos o no; la opinión pública, inducida por los voceros oficiales, tiende a juzgar con el mismo rasero a todos los grupos y organizaciones que recurren a la movilización de masas para hacerse oír y para lograr soluciones satisfactorias a las demandas de sus agremiados.
Y como no todos ellos cuentan con el mismo respaldo en los medios y en otras organizaciones, sucede que sobre ellos sí cae la represión, no porque su culpa sea igual o mayor que la del primero, sino simplemente porque son menos fuertes, porque son mucho más escasos sus medios de defensa. Así, resulta que la acción provocadora y temeraria de unos es pagada por otros, por los más débiles, por quienes cuentan con menos puntos de apoyo, aun cuando estos últimos sí se mantengan, estrictamente, dentro de los límites que les marca el tan llevado y traído Estado de derecho.
De todo esto se deduce que los luchadores sociales, al planear y ejecutar sus acciones, no deben tener en cuenta sólo los intereses particulares de su grupo, sino los de toda la lucha social de los marginados en general. Deben estar claramente conscientes de que su deber no es sólo salvar la integridad propia, sino la de todos aquellos que, como ellos y con el mismo derecho que ellos, están dando la batalla, a su modo y desde su propia trinchera, por la justicia social, así como por el respeto irrestricto a los derechos económicos, políticos, sociales, educativos, de salud, culturales, etcétera, de la mayoría más débil y desprotegida de nuestra patria.
No hay duda: las acciones temerarias, retadoras e, incluso, irritantes para aquel sector de la población ajeno a las luchas populares, no sólo ponen en riesgo a quien las ejecuta, o (quizá sea mejor decir) no tanto a quien las ejecuta, sino también, y sobre todo, a quienes vienen detrás y no cuentan con la fuerza suficiente para retar al sistema y, por lo mismo, ni pueden ni quieren hacerlo. Todo verdadero luchador social debe saber que es su deber insoslayable mantener incólume el prestigio de las formas de la lucha de masas, que son patrimonio de todos y no sólo de él; que el Estado de derecho sólo puede ser violado por los poderosos, pues si lo hacen los débiles, éste les puede caer encima con todo su peso, razón por la cual su mejor defensa es mantenerse siempre, estrictamente, dentro de los límites del mismo. No jugar a la insurrección sino sólo cuando se tenga verdadero poder para hacerlo.