Hace pocos días, en una comparecencia ante el Senado norteamericano, el Secretario de Seguridad Nacional de EE.UU. dijo al influyente senador John McCain que la próxima elección de Presidente de la República que llevaremos a cabo los mexicanos en 2018 encierra para su país el peligro del posible triunfo de un candidato de izquierda con el cual será muy difícil establecer acuerdos de cooperación, e incluso dar continuidad a los ya existentes. Aseguró el Secretario que esa eventualidad no sería buena ni para México ni para Norteamérica. Tales declaraciones constituyen, a todas luces, una abierta intromisión en nuestros asuntos internos, es decir, que se trata de una flagrante violación a la soberanía nacional. La Cancillería mexicana y el candidato aludido, el morenista Andrés Manuel López Obrador, respondieron a la agresión. La primera, de modo oportuno y mesurado, reclamó respeto al proceso electoral, el segundo se limitó a asegurar que no es enemigo de los Estados Unidos, lo cual nos deja en ayunas sobre lo que debemos esperar con relación a los problemas bilaterales en caso de que López Obrador sea el nuevo Presidente de la República. Además, priva al electorado de una valiosa información, necesaria para orientar su decisión a la hora de emitir su voto.
Pero volviendo al tema de mi artículo, quiero decir que la reacción que ha provocado entre nosotros la intromisión norteamericana, incluida la respuesta de la Cancillería y la de López Obrador, no me parece suficiente en absoluto. Para aclarar mi punto de vista, creo útil detenerme un poco sobre lo que entiendo por nacionalismo, por soberanía nacional, en estos nuestros calamitosos tiempos, como diría Cervantes. Comenzaré diciendo que el nacionalismo, como toda categoría que quiere expresar la relación entre dos cosas, dos hechos o dos fenómenos, puede y debe observarse desde un doble ángulo: el de uno u otro de los objetos relacionados. Visto así el problema, se pueden distinguir por lo menos dos nacionalismos bien diferenciados: el de las naciones ricas y desarrolladas y el de los países pobres, débiles y subdesarrollados. Cada uno de ellos refleja la naturaleza y los intereses profundos de la sociedad que le dio origen: el primer nacionalismo es agresivo, dominador y expansionista, mientras que el segundo, por el contrario, es pacífico, defensivo, solidario e inclinado a defender un derecho igual para todos los pueblos de la tierra.
No es difícil demostrar que, salvo por ciertas ventajosas condiciones de suelo, clima y ubicación geográfica, el exitoso desarrollo temprano de las naciones ricas no es fruto exclusivo de su esfuerzo nacional ni menos de una “superioridad racial” o “intelectual” científicamente insostenibles, sino de la contribución forzosa que desde el principio hicieron las naciones pobres a ese desarrollo al precio de su rezago político, científico y cultural. El florecimiento del capitalismo inglés, por ejemplo, el primero en alcanzar la fase de la industria maquinizada y luego la fase imperialista propiamente dicha, no habría sido posible sin el abasto de alimentos que le garantizaba una agricultura asiática sometida al régimen de servidumbre, régimen fomentado y apoyado por los capitales industriales y comerciales de Inglaterra para asegurarse alimentos y materias primas baratos y suficientes. Para nadie es un secreto, además, que sin el azúcar, el tabaco, el café, el arroz y el algodón de la India, Egipto y los países colonizados en América por los españoles, la economía inglesa jamás habría llegado a ser “el taller del mundo”, como ellos mismos se llamaron. Sobre todo la industria textil inglesa, madre de toda su industria posterior, nunca habría sido lo que fue si el algodón de Egipto y de América no le hubiera permitido sustituir los tejidos de lana, caros y escasos, por la producción masiva de tejidos de algodón, más baratos y abundantes. Las “razas superiores”, pues, le deben esa “superioridad” al hambre y a las privaciones de las “razas inferiores”, a las que tanto denigran y desprecian. Para justificar la expoliación de los países situados allende sus fronteras, los ideólogos del capital tuvieron que devaluar su nacionalismo espontáneo, es decir, suprimir su sentido de pertenencia y de propiedad respecto a las riquezas naturales del suelo que habitaban, difundiendo en su lugar la idea de que esas riquezas pertenecían a toda la humanidad y debían servir para el bienestar de todos. Y, puesto que sus poseedores naturales no estaban capacitados para explotarlas, las naciones avanzadas debían hacerlo en su lugar. La colonización, los protectorados, las conquistas militares que padecieron los pueblos de Asia, África y América Latina a partir del siglo XVI y hasta bien entrado el siglo XX, se justificaron con dos argumentos igualmente falaces: el bienestar de toda la humanidad y el altruismo de las naciones civilizadas para compartir su cultura y su civilización con los pueblos atrasados. Así se obligó a las cuatro quintas partes de la humanidad a financiar, desde el principio, la prosperidad de la quinta restante, al precio de su propia miseria material y del sacrificio de su desenvolvimiento cultural por la imposición violenta de un modo de vida ajeno a ellas.
Pero llegó la reacción; se generalizaron las luchas de liberación nacional alentadas por los vientos de libertad que llegaban del bloque socialista encabezado por la URSS, y hubo que cambiar de táctica. Aprovechando la “guerra fría”, se desencadenó una tempestad propagandística en contra de “la dictadura comunista y atea” de la URSS y aliados, al tiempo que se elevaba a la democracia occidental al rango de único sistema compatible con la naturaleza humana. En nombre de los “valores del mundo libre” se perpetraron infames guerras de conquista y se llegó al absurdo de derrocar gobiernos legítimos, pero insumisos al capital, para poner en su lugar feroces dictaduras militares argumentando que garantizaban “los valores del mundo libre”, aunque la verdad era que servían mejor a los intereses del capital monopolista que pretendía y pretende adueñarse del mundo entero. Llegaron las protestas y las luchas en defensa de la soberanía nacional y la autodeterminación, luchas que generaron una gran inestabilidad incompatible con el buen funcionamiento del sistema de libre empresa. Sonó entonces la hora de los tratados comerciales entre economías desiguales, “asimétricas” como suele decirse, tratados pensados para permitir la invasión unilateral de mercancías y capitales provenientes de las potencias, ya que los países pobres no pueden hacer otro tanto con los países ricos.
Y también para abrirle paso a este “libre comercio” unilateral hizo falta desprestigiar el nacionalismo de los débiles acusándolo de anacrónico, excluyente, chovinista, etc., y aconsejando a los países sometidos que se olviden de zarandajas como la soberanía y la libre autodeterminación y solo se ocupen del comercio desigual con los tiburones mundiales. Se trata, otra vez, de derribar el único y último muro de defensa contra la invasión y conquista económica de los ricos. El poderoso aparato mediático del imperio ha logrado imponer lo que parecía imposible: que los pueblos repudien el nacionalismo suyo e ignoren al mismo tiempo que los desarrollados los explotan en nombre de ese mismo nacionalismo que a ellos les afean y prohíben. Precisamente por eso, lo bueno de Trump es que ha vuelto a poner en el centro de la escena el verdadero significado del nacionalismo al haber diseñado su plan de campaña y de gobierno haciendo eje en los intereses nacionales de EE.UU. Acaba de lanzar un ataque filibustero contra Siria, disparando sobre esa nación pobre y pequeña 59 misiles de Crucero tipo Tomahawk que, según los expertos, equivalen a dos bombas atómicas como las lanzadas contra Hiroshima, y se ha apresurado a declarar que lo hizo “en defensa de los intereses de Estados Unidos” (¡ojo! de EE.UU., no del mundo; ni siquiera “del mundo libre”). Trump, pues, es nacionalista y no se recata para proclamarlo “urbi et orbi”. Eso nos obliga a preguntarnos: ¿Y nosotros por qué no somos tan nacionalistas como él? Si el nacionalismo es bueno para EE.UU., ¿por qué no ha de serlo para México, aunque el nuestro tenga poco que ver con el de Trump?
Como dije al principio, la Cancillería mexicana protestó sensata y oportunamente contra la intromisión del Secretario de Seguridad norteamericano, pero dije que, a mi juicio, eso no basta. Ahora creo estar en condiciones de explicar por qué. A la vista de lo dicho, es claro que no se trata de una violación errónea o coyuntural de nuestra soberanía nacional; ésta se haya enajenada a favor del imperio desde hace tiempo y de manera integral. Por tanto, hace falta una política nacionalista permanente y también integral, firme y consecuente, que actúe enérgicamente siempre que ocurra una violación del tipo que sea o cuando haya peligro de sufrir atropellos o intervenciones extranjeras lesivas a nuestra soberanía y a nuestro derecho a la libre autodeterminación. Hace falta, además, plena decisión y congruencia para solidarizarnos con los países débiles de América Latina y el mundo que son agredidos o amenazados de sufrir iguales violaciones. En particular, debemos dejar de cometer la incongruencia de sumarnos a las campañas y maniobras intervencionistas en contra del gobierno legítimo de Venezuela, orquestadas por el imperialismo, pues de seguir haciéndolo, perderemos el derecho moral a protestar cuando los agredidos seamos nosotros. No debemos olvidar la sentencia bíblica: “No hagas a otros lo que no quieras para ti”.