Marco Antonio Flores Zavala
Sumario: Las invenciones de los hombres con poder tienen diferentes escenarios, discursos y formas de elaboración. Una secuencia es el sinuoso proceso de invención. Otra fase es el after, donde ocurren las narraciones que montan tirios y troyanos.
Recién hojeé El culto a Juárez. La construcción retórica del héroe (1872-1976), de Rebeca Villalobos Álvarez (Grano de sal, 2020). El libro no es una biografía, es un ensayo de cómo se construyó una leyenda post-mortem desde varias posiciones y los usos de tal relato. La historiadora hace un recorrido analítico de la edificación de “uno de los mayores héroes de la historia patria”. Para su estudio revisa “esculturas de cuerpo entero, bustos, piezas literarias, fotografías, grabados, caricaturas, pinturas, películas, obras de historia [para señalar] la sobriedad del jurista, la severidad del jefe de la nación o la firmeza de carácter en plena adversidad, desviando la mirada de los rasgos autoritarios del hijo predilecto de Guelatao”.
Durante el ojeo, pregunté –nota en libreta-: ¿cómo se inventan los presidentes? Voy ideando respuesta y procurando bibliografía. Las invenciones de los hombres con poder tienen diferentes escenarios, discursos y formas de elaboración. En el amplio repertorio presidencial no ignoro a los dos monarcas en la historia mexicana: Agustín de Iturbide y Maximiliano de Habsburgo. Lo primero que percibo son las etapas. Una secuencia es el sinuoso proceso de invención: bases legales, precuelas, ejercicio del poder, las conclusiones, las secuelas. Otra fase es el after, donde ocurren las narraciones que montan tirios y troyanos en relatos que aprecian unos como historia oficial y otros de bronce. No ignoro que estas calificaciones las hacen los académicos, algunas veces no exentos de subjetividades, ignorancia y filias ideológicas.
La primera configuración es la que marcan los requisitos constitucionales, lo pactado en las actas constituyentes, los tratados y planes políticos. En el texto de 1824, el artículo 76 dispone: “para ser presidente o vicepresidente se requiere ser ciudadano mexicano por nacimiento, de edad de treinta y cinco años cumplidos al tiempo de la elección, y residente en el país.” En la Constitución de 1857 se orientó lo mismo en el artículo 77; y se agregó la restricción anticlerical: “no pertenecer al estado eclesiástico”. En 1917 el tema se ordenó en el artículo 82. Es lo mismo de antes y más estipulaciones: “No pertenecer al estado eclesiástico ni ser ministro de algún culto; no estar en servicio activo, en caso de pertenecer al ejército, noventa días antes del día de la elección; no ser secretario o subsecretario de estado, a menos que se separe de su puesto noventa días antes de la elección; y no haber figurado, directa o indirectamente en alguna asonada, motín o cuartelazo.” El artículo ha sido reformado 8 veces.
Los presidentes han satisfecho los requisitos constitucionales. Una excepción es Miguel Miramón. Él ejerció la presidencia a los 29 años. Lo hizo amparado en los planes anticonstitucionales de Navidad y Tacubaya (1857-1860). Junto a él están los militares que arribaron tras una asonada o un ‘motín popular’, lo hicieron sin despojarse de su fuero y del mando de fuerzas. En el manto de la Constitución de 1917 está la configuración permisiva de Vicente Fox. En el sexenio salinista reformaron la Constitución de la república para retirar el impedimento de que los mexicanos hijos de extranjeros no podían ser presidente del país (1994).
En lo que llamo “las precuelas” (tipo el before episodio uno) acontece la invención. Los presidentes y las personas con poder son un invento. Lo son porque usan múltiples medios simbólicos para presentar su personaje –unas veces diferente a la persona-. El antes crucial está en la suma de la voluntad individual de ser el elegido o la elegida; participar en las competencias electivas; y, agregar la capacidad influyente de la corte que lo apoya –no siempre es compacta y tampoco es única. Hay círculos distintos a los asesores y los cuartos de guerra. Las biografías indican que no hay directas rutas amarillas –el Mago de Oz-, sino un permanente juego de bebeleche para arribar a los núcleos de elección y al preciado poder. En cada lugar se porta un rostro, lenguaje, vestuario, hábitos y estrategias de sobrevivencia.