Por: Sergio Bustamante.
¿Qué es el rock sino reclamo? Ir contra lo establecido; romper el orden. Señalar y criticar. ¿Cómo puede existir entonces bajo el ojo escrutiñador de un sistema? ¿Cómo crear si le es imposible, por principio de cuentas, alzar la voz contra su propio contexto?
Esas son las cuestiones que plantea Kirill Serebrennikov para dirigir Leto, una biopic musical que no se siente como tal. No al menos con la seriedad y pretensión a la que suelen anhelar estas películas y, contrario a como suena, eso de entrada es una de sus mejores virtudes.
Ubicada en el Leningrado de la década de los ochenta, Leto no es tanto una narración cronológica y rigurosa (de hecho sólo usa personajes reales para contra algo ficticio) sobre el nacimiento y desarrollo de su escena rockera, sino una mirada libre que nos muestra de forma desenfadada la relación entre dos de sus principales figuras: Mikael Naumenko (Roman Bilyk) y Viktor Tsoi (Teo Yoo).
Mikael es la figura angular de la escena rockera de Leningrado con su grupo Zoopark. No solo es el músico más exitoso (un éxito que poco tiene que ver con los conceptos occidentales), sino el líder espiritual de su generación. A él acude Tsoi buscando su orientación y aprobación respecto a sus composiciones. Mikael reconoce de inmediato el potencial y lo cobija dando pie a una historia de amistad que no se adhiere al modelo de filmes similares.
Y es que Serebrennikov a sabiendas del momento que retrata y con el peso dramático (acaso trágico) de la escuela rusa, opta por una narrativa que pareciera casi improvisada y donde los nudos y conflictos no quedan siempre claros, pero vaya que lo son.
Lo de él es usar su cámara como testigo de un momento y juventud muy específica de la ciudad. Cómo se vivía el socialismo de la URRS siendo joven, cómo se contrastaba con los adultos, especialmente aquellos que lo practicaban con recelo. Y más importante aún, cómo se percibía ser roquero (o verse como tal) en un régimen para el cual esas manifestaciones eran armas ideológicas con las cuales “el enemigo” pretendía infiltrarse.
Para ello se ayuda de las memorias de Natalya Naumenko (Irina Starshenbaum), pareja sentimental de Mikeal y cuyo argumento sirve como la base ficticia de Leto.
Aunque Natalya se supone es la manzana de la discordia amorosa, Serebrennikov no la construye como ese estereotipo de “rompe bandas”, sino como un puente para que Viktor y Mayk se entendieran a un nivel más íntimo y de paso también como metáfora de la soltura que fueron capaces de expresar aquellos jóvenes a pesar de la opresión creativa bajo la que vivían.
Si dichos gustos o inquietudes artísticas confinaron a muchos y muchas a ser parias. A ser clandestinos y tratar de desarrollar así su identidad, la música como cultura (y contracultura) pudo más con su sentido de universalidad y unión, parece decirnos el filme.
He ahí la conflagración de una historia que evita ese dramatismo haciendo un manifiesto visual que tiene mucho de rock no únicamente porque suene a lo largo de la película, sino por cómo lo presenta.
Si hay una estación del año que le quite lo lúgubre a tal drama es precisamente el verano al que hace alusión el título y Serebrennikov pone a sus personajes a deambular y disfrutar de ello a manera nostálgica.
Planos extendidos que no son más que anécdotas, un blanco y negro que cambia el formato a conveniencia, diálogos existencialistas y secuencias musicales de covers que más bien parecen videos insertados en un filme. Dicha ruptura no perjudica las intenciones de Leto, sino que es congruente con su tema y de paso le dota una originalidad quizás inesperada.
A lo largo de la cinta hay un personaje que constantemente rompe la cuarta pared a manera de aviso de que nos acercamos a un momento surrealista para después volver a la realidad con un “esto no sucedió”, aunque se entiende que así debía haber sido. Que así se vivía, al menos en la mente o en la intimidad de los departamentos, el espíritu de aquello a lo que le cantaban los protagonistas y demás compositores que aquí no son mencionados pero que también formaron parte importante de ese movimiento.
Se advierte pues el homenaje a una memoria y obra que no alcanzó a ver (ambos músicos murieron muy jóvenes en sus treintas) su trascendencia ni alcances, pero cuyo legado puso las bases para que las generaciones venideras ya no tuvieran que meterse al concierto a escondidas por la puerta de atrás o los músicos no tuvieran que explicar ni modificar sus letras.
Y en ese sentido Leto es no solo una gran cinta nostálgica, sino la celebración de la resistencia. No olvidemos siempre estar de ese lado.