Por: Sergio Bustamante.
“You know, just to fucking write”… La frase pertenece a Lester Bangs. Específicamente el Lester Bangs que Cameron Crowe escribió para su filme Almost Famous (2000) y que interpretara el siempre extrañado Philip Seymour Hoffman.
En dicha escena Lester (uno de los periodistas de rock más notables en la historia estadounidense) le explica William Miller (el alter ego adolescente de Crowe) el placer de escribir sobre música simplemente por el gusto de hacerlo, sin retribución ni asignación o algo por el estilo. “Un poco de speed o jarabe y podía desvelarme escribiendo 25 páginas sobre Coltrane, sabes? Solo por escribir”, dice el personaje.
En un mood muy similar aunque sin las drogas (suponemos), Paul Thomas Anderson comenzó a escribir el guión de Licorice Pizza solo por escribir algo. En realidad, también porque necesitaba ocupar su mente tras la cancelación de lo que sería su siguiente cinta, así que decidió retomar un viejo proyecto sin un delineamiento claro, es decir, escribir el guión sin rumbo preconcebido.
Este espíritu de improvisación y de crear algo orgánico es por demás evidente en el resultado. Licorice Pizza se siente como una serie de viñetas plasmadas al azar, como si lo poco que él recuerda (finalmente era un bebé en ese 1973 en que se desarrolla la película) y lo mucho que le contó Gary Goetzman (productor hollywoondense y en quien está basado el protagónico masculino) fueran el hilo de una historia cercana a casa, y también en cierta medida a la mencionada Almost Famous.
No solo ambas películas comparten una atmósfera californiana de ensueño y una trama adolescente, sino que Cooper Hoffman, el joven protagonista de Licorice Pizza, es hijo de Seymour Hoffman, el Lester mencionado al inicio. Sin embargo, donde lo de Crowe era un filme de perfil alto con un claro desarrollo coming of age al tiempo que hacía incontables guiños a la escena rockera de los setenta, lo de Anderson es un espontáneo desfile de situaciones y personajes más bien emparentados con el cine ochentero de bajo presupuesto, aunque ojo, esto para nada es un defecto, al contrario, la complejidad de su filme reside justamente en transmitir una era por medio de contar varias anécdotas sueltas.
Si esa magnum opus que fue Magnolia (1999) se sentía como una sinfonía de personas rotas que a lo largo de tres horas iba hilando pequeños dramas, Licorice Pizza se va al otro espectro, al jovial digamos, para hacer lo propio a través de los ojos de Alana y Gary, quienes van y vienen por un San Fernando Valley que les va ofreciendo diversas aventuras.
Ahora, a excepción del predilecto escenario angelino, para nada es este un drama que podamos comparar con Magnolia y de hecho con casi ninguna de las cintas que componen la filmografía de Anderson, y esa es precisamente otra de sus grandes virtudes: ir hacia los lugares felices que filmes como Inherent Vice (2014) o Punch Drunk Love (2002) apenas y sugerían.
En este escenario idílico Alana (Alana Haim), una mujer de 25 años que trabaja como asistente de un fotógrafo, acepta salir con Gary (Cooper Hoffman), un chico de apenas15 años. Gary es una especie de don juan que nada tiene qué ver con su puberta fachada, se conduce con seguridad, tiene don de palabra, lo mismo es actor infantil que vendedor de básicamente lo que se le ponga enfrente. Y ese discurso de playboy amateur es lo que atrae a Alana a aceptar salir con él: conocer qué mas vende este adolescente. No en un sentido comercial, sino de curiosidad y de recibir un poco más de los elogios que los chicos de su edad no le dan.
Esas diferencias generacionales son la base de la historia. Gary y Alana tienen intereses (y muy probablemente futuros) opuestos, pero conectan porque hay sinceridad en ellos. Él tiene un afecto genuino por ella, no solo el de adolescente hormonal (aunque también), sino aparte el de amigo protector. Y ella por su parte aunque no puede tomar en serio a alguien tan menor, lo hace porque Gary es el único que demuestra verdadero interés en conocerla y ayudarla a lo que sea que ella desee. Toda la indiferencia que Alana recibe de hombres de su edad, se sobrecompensa con un Gary que la hace cómplice de sus aventuras.
Esta extraña pero creíble dinámica en la que él ve en Alana un paso más hacia la adultez mientras ella, contrariamente, ve a Gary como falsa fuente de una juventud que siente ya se le termina, es la base de una comedia más compleja de lo que se ve.
En esta California dorada de postales no todo es lindo y perfecto, ahí están señalados, por ejemplo, el sexismo, las conductas racistas o la sombra de la industria porno que terminaría por hacer del valle su cuartel, pero sí es posible apelar a sensaciones cálidas así como jugar con los códigos de la comedia romántica y el coming of age sin apegarse rigurosamente a ninguno de esos subgéneros. Licorice Pizza va más allá y se centra en evocar un tiempo y lugares demasiado específicos, personajes y situaciones que le dan todo el sentido a una relación sui generis como la de Alana y Gary.
Lo que Anderson hace aquí es más un ejercicio de añoranzas a la Richard Linklater donde en un relato sin casi trama va a suceder todo. Donde también se trata de que nosotros imaginemos y completemos el cuadro. ¿Por qué? Porqué no, responde contundentemente cual Lester Bangs del cine independiente. Vaya maravilla.