por Marco A. Flores Zavala
José Luis Antonio de Santa Rita de la Rosa y Oteyza [Pinos, 1804 – Ciudad de México, 1856] no es un joven que descubre el mundo cuando viaja a Estados Unidos, en 1849. Para entonces es un adulto de cuarenta y cinco años. Está casado y tiene una hija. La lectura, y más la conversación con sus coetáneos –los de Letrán y El Siglo XIX-, le han proporcionado las nociones elementales para no considerar novedad lo que no es.
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La excursión que realiza no es para el solaz entretenimiento del romántico que desea conocer lo recreado por Chateaubriand [Atala o Los amores de dos salvajes]. Tampoco para investigar, como lo hizo Tocqueville [La democracia en América], acerca de las instituciones de una sociedad que está en transición. Va al país del dollars como el embajador que mostrará el acato gubernamental a la nueva frontera que impuso la segunda guerra contra México.
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En el trayecto del viaje, don Luis efectúa el ilustrado rito de escribir lo que capta su mirada. No redacta diariamente, ni tampoco elabora párrafos amplios. Con Impresiones de un viaje de México a Washington en octubre y noviembre de 1848, que originalmente publica en Filadelfia [1849], aspira acentuar la imagen que configuró en la pretérita conversación fraterna o en la añeja lectura silente que hizo en su estancia de tierra adentro (¡tierra que no tiene mar, ni dios océano!).
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Adherido a la premisa de que la lectura es un vehículo cómodo para viajar (¡es un romántico!), Luis de la Rosa Oteyza pretende, con Impresiones, mantener el diálogo fraterno que suspende con el periplo. Por eso escribe con alusiones, porque además intenta que el texto sea leído como complemento de la Miscelánea de textos descriptivos.
Escribió en Washington: “He dejado correr mi pluma, con una cierta especie de naturalidad, de ingenuidad y de confianza, porque escribo para mis amigos, para quienes únicamente hago imprimir este cuaderno […]”. Las notas que consignó en el texto no obligan a ir de un libro a otro, pero “la melancolía de sus recuerdos” sugiere que sí. En Puebla apuntó –al volver de Cholula-: “No he podido bajar de la gran pirámide sin recordar las ruinas de los monumentos aztecas que he visto en La Quemada; monumentos anteriores a la fundación de México”.
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Con el viaje sabe lo que encontrará: el novedoso ferrocarril, los esclavos, las catedrales de espíritu reformista –tan parecidas a las trojes mexicanas (Rosa dixt)-. Pero admite que hay dos cuestiones que lo mortifican, incluso le quitan el sueño. Primero, no sabe si el viaje tendrá regreso: “el adiós de mi patria [retomando a Rodríguez Galván]; adiós que resonará siempre en mi corazón, cualesquiera que sean las vicisitudes de mi vida”.
Luego está Julia, su hija, que le acompaña. En ella ve otro viaje, el itinerario de la inocencia y de la volteriana idea de cómo se pierde: ¡descubriendo el mundo! Luis lo refirió en la Miscelánea: “voló tu mariposa y tú sonríes, y corres y saltas sin cuidados; pero otros días vendrán que no serán para ti los días de tu inocencia, dulces ahora como la miel que liban las abejas. Te sentarás entonces, triste y silenciosa a ver correr las linfas de la fuente; su murmullo te adormecerá; los recuerdos de la niñez enternecerán tu corazón, y llorarás, cuando pase delante de ti una mariposa”.
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En fin, esos son parte de los viajes de Luis de la Rosa.