El primer indicio de que Lucy no es un filme convencional de acción viene desde, valga la redundancia, los primeros minutos. Ese sorprendente montaje inicial en el que una chica de intercambio estudiantil en Taipei llamada Lucy (Scarlett Johansson) discute con un tipo que le pide lo que parece un simple favor a cambio de llevarse (ambos) una comisión monetaria, marca un tono que de ahí al final irá únicamente en ascenso. La analogía de Lucy discutiendo, cediendo y más tarde metida en problemas, con la de imágenes de un felino salvaje cazando cual documental de Nat Geo, nos habla inmediatamente de un filme sobre la naturaleza y su evolución. ¿Veremos acaso a esta chica asustada convertirse de presa a cazadora? Sí, pero no de la forma pensada.
Precisamente es el verbo “pensar” el punto a desarrollar en esta trama. El favor que se le pide a Lucy al inicio es el de llevarle un maletín a un poderoso capo de la mafia dentro de un lujoso hotel. Engañada y casi extorsionada por su supuesta pareja, Lucy entra al lobby donde, como es de esperarse, todo sale mal (incluida la rápida muerte de su amigo) y ella es llevada hasta la suite donde la espera Mr. Jang (Choi Min-shik), un mafioso sanguinario que le hace abrir el maletín. El valioso contenido de éste es una nueva droga que en dosis muy altas es capaz de hacer que el ser humano desarrolle la aptitud de usar todo el porcentaje de su cerebro, expandiendo así el pensamiento a lugares aún inalcanzables.
A partir de una serie de eventos que incluyen a Lucy y otros incautos como “mulas”, nuestra protagonista ingiere accidentalmente grandes cantidades de esa droga transformándola en otra persona completamente diferente al resto de la humanidad.
Este primer plot point es, en realidad, el inicio del reciente filme de Luc Besson. El director nos pone en pantalla una especie de reloj que avanza cada determinado corte en décimas de porcentaje (el uso de su cerebro) hasta llegar al cien. En el lapso de esos días, Lucy debe decidir qué hacer y cómo usar este nuevo talento. La chica común se transforma en guerrera; la presa es ahora cazadora.
Remotamente similar a lo que Besson había hecho con Nikita (1990), pero en un contexto opuesto y más cercano a The Fifth Element (1997), Lucy transita por la ciencia ficción, los espías, el thriller y el connotado drama con una solvencia que sólo es explicable por medio de su protagonista: Scarlett Johansson. Y es que la historia de Besson está llena de picos y variaciones narrativas que por momentos exigen no sólo mucha atención del espectador, sino hasta imaginación para completar los huecos. Pero fuera de la trama, el verdadero vehículo que une todo y le da plusvalía al filme es el estupendo trabajo de Johansson. Su Lucy es atractiva (literal y figuradamente) porque Scarlett Johansson, con esa personalidad arrebatada que posee, encarna perfecto a la víctima y la justiciera. Esta heroína de acción se siente más creíble y ruda que la estereotípica Black Widow de los Avengers (Joss Whedon, 2012). No tanto por ser una mujer común (si tal palabra cabe en su estilo) que súbitamente encarna uno de los sueños de la humanidad, sino porque su misión sólo es una, y el poder que le da usar el cerebro a toda su capacidad la convierte en su única y propia enemiga. Sabemos, y aquí volvemos al frenético montaje de Besson, por medio de un profesor llamado Norman (Morgan Freeman) que utilizar el cien por ciento de nuestro cerebro sería en realidad algo perjudicial ya que, de acuerdo con el filme, esa naturaleza se adaptaría al entorno en lugar de sobrevivir, es decir, pasamos a otro estado. A la par del desarrollo de Lucy se nos brinda, lejos de Taipei, información sobre lo que en cierta medida le está sucediendo.
Esta combinación de fragilidad, poder y urgencia del personaje establece las situaciones en las que Besson se luce como director. Acción mezclada con filosofía que lejos de ser un disparate o descarrilar al filme (casi lo hacen, pero la línea temporal se mantiene) pasan a segundo plano ante un personaje que ocupa todo el tiempo y espacio de esta cinematografía. Y que conforme el reloj de los porcentajes avanza se vuelve cada vez más entretenido.
Lucy es la alegoría de un deseo que ni la ciencia puede explicar del todo. Besson, al colocarla en medio de una mafia, policías, reflexiones e intereses científicos, la transforma en el conducto para regresar a un aspecto de su carrera que había ido dejando: Secuencias espacio-temporales visualmente apabullantes que, en este caso, le deben (y homenajean) bastante a cineastas como Kubrick y Terrence Malick con su Árbol de la Vida (2011). A ello se suma un humor muy slapstick que Johansson saca adelante. Todavía más, en esta aspiración de hacer un personaje enjundioso con un lado medio humanista y medio gamberro, Besson entrega a la protagonista menos sexualizada en muchos años y no por ello menos fascinante.
Claro, con la personalidad de Johansson eso es complicado, pero también lo es pensar en otra actriz que hubiera podido protagonizar y llenar de la misma forma un personaje de estas características. Rooney Mara, tal vez, si no hubiera hecho ya a la Lisbeth Salander de Hollywood.
Si Spike Jonze pensó en un sistema operativo que podía crear adicción desde la simple voz en Her (2013), Besson llevó esa proyección hacía una idea ambiciosa que ni el mismo logra explicar del todo en imágenes, pero que aún así es más creíble e interesante que similares como Limitless (Neil Burger, 2011). Suerte para él que tiene mucha más habilidad para dirigir y que contó con Johansson para ello.