“Antes, muchos años antes, una princesa salió del bosque, a esa misma hora, con el pelo, trenzado en rulos enormes, como cilindros de oro, y adornados de pétalos, amarillos y rojos”.1
Las palabras se atropellan. Conozco a una persona muy inteligente -quizá una de las más inteligentes que haya conocido en mi vida- quien desacredita mis arrebatos autobiográficos con una temeridad rayana en la insolencia. Sin embargo, no tengo alternativas, estas líneas las dicta la cotidianeidad de mi entorno, imposible de resistir. ¿De qué podría -o debería- escribir? ¿De la novela que da título a estos párrafos y recién empiezo a leer? ¿De los avatares del Mundial que apenas inicia? ¿De Luis Abraham (a quien ya le adelanté el nombre de la escuadra triunfadora)? ¿De María? Lo pienso un poco y me decido de golpe sin titubeos: María, por supuesto. Las zozobras de la Copa del Mundo recién comienzan, la novela no se va a ir a ningún lado y la historia de Luis va para largo.
Así las cosas, ¿por qué María?, porque justo el domingo 8 de junio, María, mi María, cumplió 18 años.
Huelga decir que no. Que no lo parece. Y no es solo que yo la vea pequeñita y diminuta (lo es, lo está), vestida con esa espléndida cascada de pelo que la viste y la hace ver hermosa (más de lo que ya es), no, es solo que no puedo contemplarla como una mujer en ciernes. Me resisto a pensarla, a imaginarla siquiera, ajena a mí por el correr de los años. La veo y me pregunto cómo ocurrió, en qué momento dejó de ser la niñita regordeta de rostro ofuscado y sonrisa esquiva. Dice don Diego -lo hace decir su autor-: “Los niños crecen muy rápido […] Uno se acostumbra a su risa y a los alborotos, y el día menos pensado crecen y dejan de sonar como niños, y ahí es cuando uno comienza a extrañar su bulla y sus carcajadas”.2
Yo no he empezado a extrañarla, la tengo aquí, todavía, pero de algún modo he empezado a perderla. El Ipad y el Iphone se alzan amenazadores entre nosotros; no sé cómo -he sido testigo atónito del fenómeno-, pero puede colocarse el celular entre la oreja derecha y el hombro, pintarse la uñas de los pies, ver la televisión y picarle no sé qué ni para qué a la tablet mientras ríe, chilla y escucha atenta la misteriosa voz que la atosiga. Ya no va al cine con nosotros, prefiere no ir o ir con sus amigos; y posiblemente he empezado a hablar en tártaro o en japonés porque cada día que pasa son más frecuentes nuestros desencuentros. Otras veces, rodeada de sus amigas (a veces se quedan a dormir cuatro de ellas en la misma habitación; duermen en el suelo, en la cama, en un sillón -y luego hay que darles desayuno a todas pues se levantan a medio día soñolientas, con un hambre voraz-), se adentra en los secretos de una adolescencia tardía que despunta ya como prematura adultez. Hace planes incesantes y todo guarda relación con esa promesa amarga de crecer a toda prisa: Quiere estudiar computación, aprender chino, mejorar su inglés, sacar la licencia de manejo y se relame los imaginarios bigotes pensando en la credencial para votar con fotografía que, imagina, le abrirá en breve las puertas de… los “antros”.
Yo la veo y no me resigno. Echo una mirada hacia atrás y me doy cuenta que no he sido el padre que hubiera querido ser -en ocasiones me pregunto si alguno de nosotros lo es-, pero alcanzo a darme cuenta de lo obvio: No es posible volver en el tiempo. No sé qué daría por poder abrazarla de nuevo -cuando todavía podía acomodarse sin dificultad entre mis brazos y colocarla sobre el pecho mientras siento su corazoncito latir junto al mío-, reír con ella, hacerle cosquillas o llevarla al parque a enseñarle a andar en bicicleta (no lo hice). En ocasiones perdemos mucho de nuestra propia vida, tratando de vivir otra mientras la verdadera, la auténtica, la única, se nos escapa sin reparar en ello; sin darnos cuenta que la “felicidad” (esa promesa evanescente que supuestamente nos aguarda detrás de cada esquina), está en esas pequeñas cosas que guardan relación con unos ojitos luminosos y pizpiretos que nos miran fijo mientras preguntan: “¿Por qué?”, una manita regordeta aferrada a la nuestra, unos dedos pringosos con sabor a caramelo o una sonrisa fácil de conseguir merced a un mínimo ardid, a una trampa inocente o a un juego dulce y bobo.
Como sea, no tengo palabras y debo contentarme con el lugar común de cualquier cumpleaños: “¡Muchas felicidades, Princesa! Que Dios te guarde y te conceda, muchos, muchos, muchos años más de vida; que seas muy, muy feliz; y que consigas todo lo que te propongas en los años por venir”. Yo aquí estaré, esperándote, con los brazos abiertos, deseándote lo mejor cada 8 de junio o, para el caso, cada 5 de mayo o 16 de febrero, exactamente igual a como empecé a esperarte aquel día, lejano ya, en que me avisó tu mamá que venías en camino.
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Luis Villegas Montes.
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1 FRANCO. Jorge. El Mundo de afuera. Alfaguara. México. 2014. Pág. 100.
2 Op. cit. Pág. 29.