Todo pintaba muy bonito. Sin tratarse de las grandes vacaciones, las expectativas parecían razonables. Parecían. Todo empezó cuando Adolfo se enfermó. Exactamente quince minutos después de haber puesto en ruta el vehículo, Adolfo empezó con una tos que fue evolucionando hasta desembocar en una fiebre pertinaz, que a falta de un referente mejor solo puedo explicar como una calentura que le tenía la piel a aquella criatura como para freírle un huevo en la panza. Todo habría quedado en un incidente aislado, de significación menor, casi anecdótico, de no ser porque Adolfo contagió a María. Y ahí ya teníamos tres problemas: El resfriado de Adolfo, con fiebre y todo; el de María; y la monserga de esta -su elegante naricilla tenía mocos- en contra de Adolfo que porque no se había cuidado, que porque se había enfriado, que porque se había enfermado a propósito (¿?), etc. A dale y dale, mañana, tarde y noche.
Claro que nuestros problemas no hacían sino comenzar porque a María le seguí yo y a mí, con muy poco tiempo de diferencia, me siguió Adriana. En el transcurso de unas pocas horas, aquello degeneró en una Babel de estornudos, toses, ayes y quejidos de toda índole. El lapso que pasamos cuidando vástagos o encamados, durmiendo, reposando, moqueando o viendo televisión, superó con creces, cualquier conato de paseo, recorrido o excursión que hubiéramos podido planear. Todo se redujo, más o menos, al siguiente diálogo: “¿Ña te tomaste el té (Teraflú)?” -o cualquiera de sus múltiples variantes: Tónico jarabe, píldoras, etc.-; o bien: “¿Ña chupaste las pastillas?” o “¿ya te pusiste Vick?”; etc. A lo que seguía un gangoso: “Ña” o un mormado “do” (es decir, “no”). Horroroso. Por no hablar de que parecíamos una panda de maleantes, todos con tapabocas y ojillos malévolos, mirándonos unos a otros con desconfianza o franco resquemor.
No obstante, algo de bueno saqué de todo eso. Le dediqué mucho tiempo a la lectura. Como que no quiere la cosa, yo iba preparado; semanas atrás había comprado algunos libros con la sana intención de espaciar su lectura en los días por venir, pues no; los terminé de un jalón. Empecé con El Ciego, la Cabeza y el Golpe,1 de Paco Ignacio Taibo II, tres novelas cortas que dejan mucho que desear -pero apenas empezaba a calentar motores-; le seguí con El Inverno del Mundo, de Ken Follet;2 luego con El Tango de la Guardia Vieja, de Arturo Pérez-Reverte;3 me seguí de frente con Un Soplo en el Río, de Héctor Aguilar Camín;4 y ahora estoy con Tan Humana Esperanza, de Alessandro Mari.5 A diferencia de las matemáticas, el orden de los factores sí altera el producto. Las novelas cortas de Taibo II no me deparaban grandes sorpresas; he leído casi todo lo que él ha escrito y me pareció buena idea deleitarme con su ligereza y desparpajo, solo para abrir boca. El orden de las novelas restantes fue dictado exclusivamente por su grosor: De la más gorda a la más delgadita, cualquier otro criterio habría sido una pérdida de tiempo, porque a los tres autores los conozco y me encantan -Follet, Pérez-Reverte y Aguilar Camín; Mari es un descubrimiento y por eso lo dejé para el final-. Pues terminé la tanda de cuatro obras con Aguilar Camín y ¡oh, sorpresa! Cuando yo pensaba que no podía haber una novela mejor que La Guerra de Galio (sin duda mi obra predilecta de él) vino esta novelita de unas cuantas páginas (143) a remover un montón de cosas que me habitan: Dudas, inquietudes, recuerdos, creencias, convicciones, nostalgias.
Con Aguilar Camín me une una relación compleja: Admiro desde el fondo del alma al escritor de La Guerra de Galio (ahora de Un Soplo en el Río), pero desprecio profundamente al intelectual que defiende lo indefendible y pone su inteligencia al servicio de un sistema corrupto y corruptor, del que Salinas de Gortari constituye un buen ejemplo.
Volviendo al libro, diré que la narración transcurre en unas pocas horas que sirven de marco a una historia de amor y esperanzas rotas, entre Antonio Salcido y Raquel Idalia (Rayda). Los dos estudian medicina en sus mocedades y se comprometen con las causas sociales; a partir de ese punto, sus vidas se bifurcan, solo para entrelazarse después y empezar a girar en una vorágine de encuentros y desencuentros que incluyen el trabajo social, la investigación científica en el mundo académico norteamericano, la guerrilla centroamericana, los establecimientos públicos de salud en México y terminan con ella muerta -desde las primeras páginas queda claro que así es, no vaya mi querida lectora, mi apreciable lector, a pensar que le estoy anticipando el contenido de la trama-.
Expresar en unas pocas palabras la esencia de un libro es muy difícil; no lo haré ni lo intentaré siquiera; sin embargo, es maravillosa la lectura de una obra que nos invita a la reflexión y de modo amable, sin alardes, no introduce en la lectura de otras obras. Con singular maestría, Aguilar nos habla de José Gorostiza y su poema “Muerte sin Fin”, así como su vinculación oculta con la noción de que somos una “equivocación de Dios”, apenas un garabato. En el libro, por voz de Toño Salcido, Aguilar recuerda a Spinoza y su afirmación de que las cosas se esfuerzan por perseverar en su ser y a renglón seguido se pregunta si no será un átomo del aire frío de la montaña o la raíz de uno de los árboles sequoia: “Me pregunto si mi verdadero ser no está en esa corriente majestuosa de la vida cuya dureza para morir y nacer, para crear destruyendo, es en el fondo mucho más benigna que la colección de fantasías y destrucciones de que ha sido capaz el hombre”. Ensalza su libertad, “como quería Kazantzakis” y reflexiona luego sobre el dolor: ¿Has visto cómo pasa el dolor a través de un perro?, se pregunta retórico: “El perro chilla, se queja mientras le duele, y después se aplaca, no queda en él huella ni rencor. Nosotros los humanos padecemos más la memoria de nuestro dolor que el dolor mismo”. Menciona a San Agustín y dice: “Si algo hay en esa tierra con minúsculas es la voluntad de dominar la Tierra con mayúsculas, como mandan al hombre las sagradas escrituras. Pero la tierra no puede ser dominada. Es más grande que nuestra voluntad, por la simple razón de que la incluye, como tu incluyes tus sueños y tu cuerpo incluye sus toxinas”. Existen multitud de frases, muchas, propias y ajenas: “Lo biológicamente diferencial del hombre es la culpa, lo que quiere decir que es un animal imperfecto”; “la agresividad sin control fue el arma triunfal del hombre”; “la naturaleza no está encerrada dentro de las leyes de la razón humana”; y un etcétera muy largo.
No es que yo esté de acuerdo con mucho de lo que Aguilar Camín afirma a través de sus personajes, es solo que me maravilla su capacidad de síntesis; su arte; la forma en que teje argumentos e ideas aparentemente densos y los clarifica en diálogos diáfanos, lúcidos; como sea, mi aventura decembrina no fue menos intensa solo porque haya viajado a través del mundo de las ideas mientras sudaba la enfermedad echado en un camastro.
Luis Villegas Montes.
luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com
1 TAIBO II, Paco Ignacio. El Ciego, la Cabeza y el Golpe. Joaquín Mortiz. México. 2012.
2 FOLLET, Ken. El Invierno del Mundo. Plaza & Janés. México. 2012.
3 PÉREZ-REVERTE, Arturo. El Tango de la Guardia Vieja. Alfaguara. México. 2012.
4 AGUILAR CAMÍN, Héctor. Un Soplo en el Río. Seix Barral. México. 2012.
5 MARI, Alessandro. Tan Humana Esperanza. Seix Barral. México. 2012.