Por: Sergio Bustamante.
Es extraño, aunque se puede entender desde un punto de vista comercial, porqué el nombre de Mike Flanagan casi nunca es mencionado en las discusiones sobre los nuevos talentos del cine de horror.
Siendo el género uno que ha gozado de notable salud y renovada popularidad en este siglo, constantemente se debate quiénes son los cineastas que llevan la nueva voz de mando. Ahí, nombres como James Wan, Del Toro, Scott Derrickson y Jordan Peele son la norma junto con nuevos valores que ya ocupan un espacio importante en la conversación, como Robert Eggers y Jennifer Kent.
Sin embargo, Flanagan suele ser excluido y ese es un error a corregir ya. No únicamente por ser un cineasta con notable ritmo de producción desde el 2011 (aunque su primer largometraje data del 2000), sino porque su filmografía se ha ido construyendo bajo un cuidadoso sello de convenciones que casi ningún cineasta del género quiere ya emplear o, en su defecto, esquivan en aras de un horror más elevado.
Flanagan ha optado por ampararse a un clasicismo norteamericano que cada vez le paga mejores dividendos y Midnight Mass, su más reciente obra, parece ser el cenit creativo de esa búsqueda autoral del director.
Producida por Netflix y siguiendo la exitosa estructura de mini serie que comenzó con The Haunting of House Hill y después Bly Manor (aunque ya antes se había apuntado un éxito en la plataforma con Hush, del 2016), Flanagan ahora entrega Midnight Mass, una historia en la que llevaba años trabajando y cuyo estupendo resultado constata que, efectivamente, es su proyecto más personal a la fecha.
Ubicada en la ficticia isla de Crockett, la serie nos cuenta un drama de divisiones y disputas dentro de esa pequeña comunidad, las cuales se acrecientan con la llegada de un joven sacerdote así como el regreso en desgracia de uno de sus hijos pródigos.
Decía que el sello que Flanagan ha manejado casi toda su carrera es el del cine de horror “convencional”. Es decir, no hay una sobreexplotación de elementos de impacto, llámese gore o jump scares, así como tampoco un intrincado simbolismo visual de planos hiper estéticos y narraciones slow burn. En éste sentido, si hablamos de herederos, podemos decir que la obra de Flanagan, al menos en éste último tercio auspiciado por Netflix, se asemeja mucho a lo que han hecho Frank Darabont y Rob Reiner adaptando a Stephen King. Y esa es precisamente la primera gran referencia de la serie.
Las atmósferas rurales de los pueblos costeros del noreste estadounidense se combinan con el tipo de cuento al que King nos tiene acostumbrados, ese en el que la irrupción de aspectos paranormales transforma el relato dramático en uno de horror.
Esto sucede en Midnight Mass, primero, con el regreso del joven Riley Flynn (Zach Gilford), quien vuelve a casa de sus padres en la isla tras ver truncada su carrera profesional debido a un accidente que involucra el alcohol y el volante. Riley cumple una breve condena, pero el hecho de no poder conciliar el sueño por tener visiones espectrales de su víctima parece un castigo mayor para el resto de su vida.
Por otro lado está el sacerdote Paul (Hamish Linklater), quien llega a Crockett con la tarea de suplir al viejo obispo local mientras este está hospitalizado en tierra firme. Aunque inicialmente la joven y dinámica personalidad del padre Paul renueva un poco los votos religiosos así como el ánimo en la comunidad, hay algo en él que no cuadra del todo. Y eso sumado a una serie de misteriosas desapariciones, echa a andar una historia que va del drama más profundo a los mejores tropos del horror.
Si bien la sinopsis pareciera no ofrecer un nuevo atractivo al género, y de hecho la GRAN recomendación es ver Midnight Mass sin saber nada de ella, lo que Flanagan entrega va mucho más allá de ser un simple homenaje a King o un cuento de horror folclórico.
Su lenta y cuidadosa forma de ir tejiendo las tragedias individuales funciona como una gran historia coral de horror, sí, pero sobre todo como una perturbadora reflexión sobre el duelo, la fe y no menos la represión moral que caracteriza al catolicismo.
Si en esa obra maestra que es The Wicker Man (Robin Hardy, 1973), los habitantes protegían con recelo sus tradiciones paganas a la vez que vivían gustosa y colectivamente, sin excepción, dicha forma de vida, en Crockett de entrada existe un sutil antagonismo avivado por una cuestión religiosa. Es decir, están los católicos conservadores que asisten a misa y velan por un comportamiento correcto; y por otro lado tenemos a los “marginales”, ese grupo que ya sea por su estilo de vida o porque profesan otra religión, son vistos con peligroso recelo. Flanagan, es cierto, propone un setup similar de sectarismo muy propio de una comunidad aislada, pero rápidamente nos demuestra que dichos habitantes en realidad no tienen un sentido de comunidad. Y la entrada de un elemento sobrenatural a la historia será el combustible que avive dichas confrontaciones.
Los terrenos de Midnight Mass no son tanto los del horror folclórico, aunque el ambiente bien nos remita a ello, sino los de obras como Dolores Claiborne, Salem’s Lot y The Mist, todas ellas obras de la pluma de King. Son sobre todo estás dos últimas a las que alude formidablemente.
Si en The Mist, por ejemplo, lo que escondía la misteriosa neblina era lo de menos a comparación de la maliciosa Señora Carmody, en Midnight Mass la verdadera maldad gira alrededor del personaje de Bev Keane (excelente actuación de Samantha Sloyan), la fanática cuya conveniente y perversa interpretación de la biblia son el detonante para la destrucción de la comunidad. Pero dónde Flanagan se distingue (aparte de ser una obra audiovisual, claro está), es que dicho tono sobrenatural no pasa a ser el centro del conflicto, sino que termina de moldear el arco de los protagonistas.
La conjugación de sus criticados y celebrados monólogos con las propiedades que toda historia de horror debe tener nos da como resultado una serie que cierto, por momentos deriva hacia el aspecto más rosa del melodrama, pero nunca deja de ser tenebrosa en sus modos de aproximarse a una mitología como la del vampirismo.
No se queda pues en la lucha superficial del bien contra el mal de la mencionada Salems Lot, sino que va más allá al reflexionar sobre la mortalidad y la inmortalidad desde el punto de vista religioso pero sin perder de vista la condición fantástica que las rodea.
Puede no ser totalmente innovador y aun así logra apropiarse de las reglas para entregar entretenimiento, claro, pero también una interesante parábola moderna de la fe.
Es un triunfo que lo haga desde la trinchera del horror con una efectividad que balancea bien el aspecto comercial con las inquietudes que lo convierten ya en un cineasta mayor.