Si se quiere contextualizar de forma inmediata Museo, segundo largometraje del ya grande Alonso Ruizpalacios, habría que trasladarnos apenas a finales del 2017 y lo que va de éste año; los ánimos en la ciudad de México son particularmente aciagos tras el sismo del (vaya tino) 19 de septiembre. Las dinámicas familiares y laborales han cambiado. Hay una búsqueda de novedad (la que sea y como sea) que nos saque del pasmo. Hay, también, un hartazgo pasivo que se esconde en la falsa “buena ondez”.
Eso es lo primero que Ruizpalacios quiere expresar a través de Juan (Gael García) y el “Wilson” Benjamín (Leonardo Ortizgris), los protagonistas del mítico robo de cientos de piezas prehispánicas al Museo Nacional de Antropología ocurrido en plena Navidad de 1985.
En ese año la ciudad también se sobreponía al peor sismo de su historia y las secuelas anímicas podían encontrarse en cualquier anécdota, discusión y por supuesto en la forma de asimilar los procesos informativos de aquella época.
Existe, sin embargo, otro vaso comunicante (éste sí exclusivamente cinematográfico) que Ruizpalacios tiende con su obra anterior, la esplendida Güeros (2014). Se trata de ese sentimiento de desarraigo adolescente-juvenil que tiene sus raíces en cuestiones tan complejas como la colonización y la apropiación cultural.
Si en Güeros el protagonista, “Sombra”, se quejaba de “los chingados directores que filmaban en blanco y negro y dicen que ya están haciendo cine de arte y no conformes con la humillación de la conquista, todavía van al Viejo Continente y le dicen a los críticos franceses que nuestro país no es más que un nido de marranos, rotos, etc…”, en Museo tenemos a Juan quejándose de los europeos que saquearon cuantas ruinas posibles para llenar prestigiados museos; y a Benjamín, quien como narrador de este filme reflexiona en su introducción respecto a la mudanza de la Chalchiuhtlicue (y no Tláloc) desde su lugar de origen a través de la ciudad y hasta el museo.
Los cuestionamientos de Wilson contrastan poderosamente con las imágenes reales de aquel evento: la enorme efigie trepada a un trailer, recorriendo lentamente las avenidas a la vista de miles de curiosos que se congregaron para atestiguar tan Buñueliano suceso. El tema, sin embargo, no es ése
Establecido ya el sentimiento de incertidumbre y juventudes hastiadas, Museo se despega de Güeros y nos pide enfocarnos en otro tipo de viaje. Uno en donde los protagonistas, en vez de introspecciones románticas, se descubren como almas rotas y héroes de ideales fallidos.
Museo es la antítesis de la heist movie. La construcción de un plan detallado a ejecutarse en el tercer acto, aquí da lugar a cenas navideñas y discusiones familiares como cualquier otra. Ruizpalacios no está interesado en crear suspenso ni mostrarnos cómo se ideó el robo, no al menos toda la cinta, sino en que conozcamos a sus protagonistas y sus nulas motivaciones. ¿Robarán por dinero? ¿Por reconocimiento? ¿Por aburrición? La trama nos dice que todo y nada, lo cual se traduce en un nihilismo que a mediados de esos ochenta resultaba casi inocente.
El deseo de recompensa es de repente un acto revolucionario. No quieren el dinero ni las piezas. Son enemigos de sus propios actos, pero el deseo de trascendencia, de quitarse la etiqueta de “satelucos”, les puede a un grado de motivación y creatividad pasmosa. Sin embargo, conlleva resaca. Si Juan planea el robo con cierto resentimiento hacia la vida, las consecuencias de su “logro” refuerzan ese estado. Si Benja ejecuta como soldado, la confusión posterior es mayor tal así como el choque de ideas con su amigo. Juan, como dice, era uno cuando salió de su casa esa noche y otro cuando regresó. Es ahí donde Ruizpalacios pone todo el músculo de su narrativa.
A un robo filmado con un precioso rigor clasicista (cortesía de Damían García) le sigue esa cámara que no tiene miedo a los diferentes tonos de luz ni perder los ejes. Lo de Ruizpalacios es una puesta en escena mareadora porque solo así conseguimos entender un poco lo que atraviesan Juan y Wilson cuando viajan por México buscando un dealer y comprador que únicamente les harán ver el valor real de lo que tienen en manos. Un viaje que abre los ojos al absurdo de su acto.
Museo indaga en los porqués y deja que el espectador reflexione su propia conclusión. No se trata de documentar realidades -por qué arruinar una historia contando la verdad, dice la Juan-, sino de narrar momentos personales que apuntan hacia simbolismos mayores. Hacia una exploración de nuestro estado como Nación a través de dos de los tipos más ordinarios que pueda haber.
Si Monsivais, en su momento, dijo que quizás el regalo más importante de los ladrones al pueblo de México fue recordarles que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde, el regalo de Ruizpalacios hacia nosotros es una aproximación desmitificadora a un hecho histórico que no tiene una versión definitiva.
Para qué filmar la oficial, la de acción, la de rumores o la dramática, cuando puedes hacer terrenal esa sensación de estar atrapado en un ciclo vicioso tan como el de Juan, que inicia desobedeciendo el “no tocar“ y finaliza repitiendo el error por otras razones. Era posible contar esa misma historia pero con un humor funesto, incisivo y memorable.
Ese es el gran regalo de Museo. Las lecciones no aprendidas. El ciclo repetitivo de un país que añora al pasado de las peores formas y tomando malas decisiones. La metáfora del récord de asistencia al museo cuando las piezas ya no estaban ahí, es corrosiva. Dolorosa. México, pues.