OASIS: Supersonic.

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supersonicPor: Sergio Bustamante.

What’s the story morning glory?

¿Cuál es la historia? ¿Cómo es ese despertar de gloria? ¿A qué obedece?

Son muchas las razones que explican el éxito de Oasis en la escena musical de los noventa. Desde el talento de Noel Gallagher, indiscutible mente creativa, hasta la grieta entre el final de un género y el comienzo de nuevas tendencias. En nada de ello, sin embargo, ahonda Supersonic. No como lo hace un documental convencional, al menos. Todo es abordado como si se tratara de una rápida toma aérea. Como esa que supone el clímax fílmico cuando la banda está por enfrentarse al coloso llamado Knebworth y sus 250,000 asistentes. Repasado por encima. Rápidamente. El Reino Unido en la coyuntura de una nueva identidad musical brit. El Manchester dominado por The Hacienda y la electrónica de Factory Records. Los problemas familiares que detonaron el carácter y la inspiración. El azar de las amistades. El desenfado de aventarse al vacío cuando no hay nada que perder. El consumo de drogas. Y ni hablar del casi invisible contexto político. Todo, precisamente como eso, un contexto. El escenario de los protagonistas. De los amos y señores de esta historia: Los hermanos Gallagher.

Sucede que la vida de Oasis comienza, es, y finaliza con ellos. Con Liam, un chico cualquiera que ante la falta de opciones y trabajo, inicia una banda de rock cuyo descontrol y poca sapiencia, provoca la llegada de Noel, el hermano mayor que sí sabe tocar un instrumento y al que sin educación técnica alguna, también se le da componer. Pero, repetimos, esto no es un documental como otros. Adiós, cronologías biográficas. Adiós, tomas fijas, rostros parlantes y montajes entrevista-stock. Hola, testimonios ilustrados y detrás de cámaras. Hola, periodo específico de tiempo. Hola, generoso asomo a la intimidad.

Videos caseros. Paisajes. Barrios. Visitas. Bromas. Ensayos. Tocadas. Programas de tv. Premiaciones. Recreaciones. Y conciertos. Mucho de eso. Presentaciones en vivo como el sostén medular de una banda que llegó a los oídos de casi todo el mundo por medio de la radio y la televisión, pero que se afianzó en generaciones, allá y de éste lado del océano, con sus polémicos y poderosos directos. Que si apela a una conexión sentimental, especialmente para los que fuimos adolescentes en esos años y tuvimos la dicha de verlos en vivo, no se niega, aunque el propósito apunta a otro tipo de mensaje.

Y ni siquiera es porque fueran virtuosos ejecutores o tuvieran un show de dimensiones titánicas, sino porque era el mejor −acaso el único− espacio para atestiguar la relación entre Liam y Noel. Para comprobar las historias que la NME (y más) cubrían cual nota neurálgica de la vida nacional; saber si en verdad eran más grandes que los Beatles. Comprender si estaban aquí para revolucionar el rock.

Difícil deliberarlo en su momento. Asunto de diferentes generaciones. Otra forma de hacer y vivir el rock. Además, había un tras bambalinas que no veíamos, y por ende no entendíamos del todo. La distorsión informativa, especialmente la británica, que siempre prefirió el lado amarillo antes que el rigor periodístico. Hacia allá va Mat Whitecross, director, para, de acuerdo a toda esa carga de datos y sucesos, replantear un poco los hechos y recordar que por cada actitud hooligan de la banda, también hubo un fragmento de dignidad ante un alud de fama que les fue imposible soportar. Por cada discusión pública, por cada mentira-desengaño, por cada declaración, por cada pelea de pub, por cada súbito abandono de un miembro, por cada cuarto de hotel destrozado y hasta escándalo familiar del padre invisible apareciendo como mártir años después, existió un antecedente con el que varios se podrían identificar sin necesidad de ser celebridades. Estrellas de rock and roll.

Nada nuevo bajo el sol, tal vez, a no ser porque, aparte de lo familiar, hay un legado extra que retratar. Uno que es incluso más fantástico que algunos de su tiempo (y anteriores) porque fue fugaz, a la cara, y porque incluyó himnos de estadio que llegaron en el momento perfecto para conectar con una horda juvenil que no pertenecía. Que si apela a una conexión sentimental, especialmente para los que estuvimos ahí, en vivo, no se niega, aunque el propósito apunta a otro tipo de mensaje. Que se extendiera (y decayera) hasta este siglo, ya fue la inercia de una industria cuyo negocio tampoco queda fuera del marco. En ese lado de la historia, Supersonic se explica y exhibe otro músculo que sirve como corolario y causa.

¿Sería posible repetir el fenómeno en estos tiempos? Hoy, en la época web y la inmediatez del consumo, parece imposible que una banda, por muy talentosa, alcance los mismos niveles de fama y devoción. Ese fue el temprano despertar de Oasis. La resaca de aquella mañana de gloria tras el mítico Knebworth. Haberse visto en un pináculo histórico en el Reino Unido y comprender que no había más. Lo sabe Noel y su advertencia al respecto es clara: Esa era está perdida. Hoy es otro juego.

Sin embargo, no es éste un filme que condene el futuro, sino uno que habla sobre reinventar sin obedecer a las reglas y lo puntualiza con una única clave: el rock como incorrección. Como antídoto. Como salvación.

 

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