ONCE UPON A TIME… IN HOLLYWOOD

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Por: Sergio Bustamante.

Aunque de temas y éxito diferente, las series de televisión Pan Am (2011) y Mad Men (2007-15) tuvieron en común el retrato pomposo y fascinante de dos industrias en una misma época: la década de los sesenta.

Mientras Pan Am se avocó en contarnos la lujosa vida que llevaban las tripulaciones de la aerolínea homónima ya extinta, Mad Men fue una mordaz radiografía sobre el machismo y el exceso que imperaba entre los llamados “hombres de Madison Av.”, que no eran sino ejecutivos publicitarios en el Manhattan de ese tiempo.

Fueran totalmente verídicas o no (y destacando sus obvias diferencias), la atmósfera de ambas series romantizó los sesenta a través de dinámicas laborales que en la economía de hoy se antojan casi imposibles, llámese largas estadías en destinos paradisíacos o borracheras de medio día en restaurantes exclusivos.

Todo esto viene a colación porque Once Upon a Time… in Hollywood, novena opus de Quentin Tarantino, explora esa misma veta ilusoria en la California de 1969. Específicamente en la escena angelina y el jet set de la, faltaba más, industria cinematográfica.

Lo de Tarantino, sin embargo, no es enfocarse en un solo personaje y su vida para detonar reflexiones presentes (como Don Draper de Mad Men, digamos), sino recrear el sentimiento de bonanza en medio del sueño hippie y su -aún no lo sabían- inminente ocaso.

Es por tanto muy adecuado que los ejes de esta historia sean la decadencia y el futuro. Por un lado está Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y su stuntman e inseparable camarada Cliff Booth (Brad Pitt); dos hombres que a la Norma Desmond se saben pasados de moda en Hollywood. Especialmente Dalton, quien luchando contra su alcoholismo todavía busca venderse con un valor artístico que se siente anticuado. Y por otro lado están sus vecinos, nada menos que Sharon Tate (Margot Robbie) y Roman Polanski (Rafal Zawierucha), quienes sí pertenecen a esa nueva ola hollywoodense en la que Dalton parece ya no tener cabida.

Tate y su círculo social, ya sean Steve McQueen o Jay Sebring, como el aspecto no ficticio de la cinta, es el vehículo para que Tarantino recree con total soltura el glamour de esa era dorada que transitaba hacia el flower power y la experimentación con drogas de diseño. Pero también es el elemento que hace de ésta cinta un inesperado cuento de hadas.

Con una puesta en escena onírica de escenarios indistinguibles (el set del set del set…), Tarantino explota bien esa identidad de Los Angeles en la que se combinan la realidad con la ficción así como el sentimiento de estar viendo una película de una película. El resultado es una impresión revisionista.

A manera de fábula, Once Upon a Time…in Hollywood explora cómo iba transformándose esa industria. Vamos viajando cual travelings por rodajes en los que Dalton intenta reinventar su imagen mientras su misterioso sancho Cliff atestigua los cambios yendo y viniendo por la ciudad y en busca de una oportunidad sin mucho ahínco que digamos. Sin embargo, no se trata de enfocarnos en el desarrollo de esa amplia galería de personajes, sino en vivir su contexto. Lo de Tarantino es contarnos “un día en la vida de”. Alrededor de ellos había un Hollywood que influenció de diferentes formas a las personas fueran o no celebridades, y aquí es donde entra el tan cacareado Charles Manson.

La cinta no pretende en ningún momento darle atención, sin embargo, sí nos enseña esa otra California marginal (y acaso resentimiento social) que sirvió como caldo de cultivo para su secta y ese es un eje que la cinta manipula muy bien para en su momento hacer la intersección que ya todos conocen, pero…

Lo de Quentin, recordemos, es jugar con las reglas, y ahí la cinta encuentra su personalidad en una divertida y entrañable especulación.

Él no vivió para dar fe de qué sucedió y qué no, pero su bagaje cinematográfico es exhaustivamente profundo (basta ver lo minucioso del diseño de producción) así como la cantidad de anécdotas que sabe junto con la respectiva investigación. Y tenemos entonces un filme que refleja ese amor y las ganas de narrar su idea de aquello que lo influenció e hizo el cineasta que es.

En este sentido, se justifica el porqué su trademark parece filtrado. No hay excesivas cantidades de violencia ni largos diálogos anunciando algún plot point, no al menos como el público espera. A cambio de ello hay un cineasta que emplea herramientas que no le conocíamos y que deja, quizás como casi nunca en su filmografía, que la imagen sea la estrella.

Como buen cuento de hadas, esta imagen juega a difuminar los límites entre la realidad y la fantasía mientras reescribe una historia que ya todos conocíamos. ¿Para qué revivir el final trágico de Tate si en lugar de ello podemos verla viviendo la vida que no tuvo? ¿No es ese acaso uno de los cimientos de Hollywood (y el cine)? ¿la recreación, la fantasía? ¿los finales felices? No olvidemos que esto va sobre romantizar el final de una era.

Para bien y para mal, Tarantino siempre ha torcido esos códigos en su beneficio. En otras palabras, hace cine para él. Pero en el camino nos ha heredado una filmografía que hasta en sus momentos más fallidos (Django Unchained) se disfruta y ve de una forma única. Como si hubiera un manual para ello.

Decía Godard que «El cine es el fraude más hermoso del mundo». Tarantino le ha dado una acepción arbitraria a esa frase. Y eso jamás será queja.

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