Cuando se habla de control en el quehacer cinematográfico actual, pocos cineastas lo exponen con tal claridad y habilidad como David Fincher. Si bien figuras ya legendarias como Woody Allen o Martin Scorsese siguen en activo y entregan filmes de manufactura impecable, también hay que decir que son directores que se hicieron de una identidad y fama en su tiempo y ahora se dan el lujo de explorar formas que su edad y haber “pagado derecho de piso” les permite sin recibir reproches más allá de la calidad del filme en cuestión.
Pero en cuanto a generaciones más jóvenes, David Fincher se erige sin duda como uno de los directores más destacados —acaso el más— y también uno de los llamados a tomar la estafeta de, precisamente, otros grandes. Y es que con únicamente nueve filmes (10 contando éste), Fincher se ha enfocado en perfeccionar el aspecto que al final del día le ha generado reconocimiento, es decir, en ser un autor fílmico.
Con su última cinta, Gone Girl, vuelve a llevar esa rúbrica visual que le ha caracterizado a un grado de maestría, y de paso afianza su gusto y dominio por las atmósferas hostiles ya no como recurso estético o de adorno, sino como elemento vital para contar una historia que, lo sabemos, siempre tendrá más para ofrecer cuando ya todo pareciera estar dicho.
Más que adecuada le es entonces la novela homónima de Gillian Flynn, sobre la extraña desaparición de Amy Dunne (Rosamund Pike), una famosa columnista (con infancia de exposición involuntaria a los reflectores) que una tarde desaparece de su casa misteriosamente, dejando a su esposo, Nick (Ben Affleck), como único y probable sospechoso ante las extrañas circunstancias que rodean el suceso.
Fincher parte de esta premisa para dividir el relato en dos. Por un lado, la historia de este matrimonio relatada casi exclusivamente con flashbacks, y por otro, el curso de la investigación y el contexto sobre el que es llevada. Este acierto de adaptación, de la cual la misma autora Flynn es responsable, extiende la temporalidad de la historia, sus protagonistas y las circunstancias que los llevaron de ser una pareja de jóvenes desenfadados de la siempre fascinante (y también cruel) vida neoyorquina, al típico matrimonio sureño (Missouri) encerrado en la monotonía de los suburbios y la vida semi rural. Una combinación de narrador intradiegético con la infalible y minuciosa cámara de Jeff Cronenweth, cinefotógrafo de confianza de Fincher, que resulta en un filme por demás intrigante y logrado.
Esta bifurcación que a lo largo del filme se va haciendo más extensa no hace mas que reforzar tanto la trama como las intenciones de Fincher de crear una especie de juego de poder entre los protagonistas y, en menor medida, las circunstancias que rodean el caso de la desaparición de Amy, las cuales no son menos importantes.
Tenemos, por principio, la forma como los medios abordan y cubren la desaparición de una mujer que en su contexto, y por divulgación informativa, cumple un papel ejemplar como esposa abnegada, fiel, etc. Bajo esta cobertura es que los errores del personaje de Nick, sus defectos y torpeza para llevar el caso, son exaltados a un grado amarillista haciéndolo ver más sospechoso aún. Curioso que Fincher haga una cómica crítica a la manipulación mediática estadounidense para él comenzar con la suya y, casi de la misma forma, hacernos creer que los personajes son lo contrario a lo que el relato nos dice. En otras palabras, giros y capas esperando a ser desenmascarados por lo que el espectador mismo decida creer. Y no porque la sorpresa llegue hasta el final con un giro de tuerca al estilo The Fight Club (1999), sino porque Gone Girl trabaja todo el tiempo bajo un trazo de cine noir en que una investigación y sus pistas son el rompecabezas en el que a) recae buena parte de la efectividad de la película, y b) nosotros deberemos, inevitablemente, colocar una pieza en la que nuestro criterio es fundamental para completar el cuadro.
Esta relación a distancia, ella desaparecida y él luchando contra un linchamiento mediático, que es, como se mencionó, la continuidad de esa bifurcación que comenzó con la descomposición de su matrimonio y la monotonía de una vida fuera de su contexto, trabaja de forma extraordinaria para que Fincher vaya cambiando el panorama de ambos, para contradecirlos en sus acciones y aparentes motivos o deseos (mas no confundir con una lucha de sexos) y, sobre todo, para exponer con humor negro y crueldad la perspectiva dramática de todos los personajes sin descuidar el misterio a un grado casi de manipulación. Y es que sabemos que con Fincher es muy posible un giro que hace ver los plot point de Syd Field como transiciones simplistas. Ya en una ocasión el guionista y crítico Tomás Pérez Turrent (1935-2006) había explotado ante esta manipulación narrativa de Fincher en su Fight Club, señalando sus obsesiones “fascistoides” y que había alabado un par de años antes con The Game (1997). Esto nos habla de un cineasta que película con película va refinando su oficio sin dejar de lado la elaboración en la que se siente cómodo y que le sale perfecto. Más aún, siendo Fincher un cineasta que ha transitado buena parte de los géneros cinematográficos y formatos (sus inicios en la estética y vídeos para MTV y ahora el éxito en internet con su versión de House of Cards), ha ido construyendo una dirección muy bien balanceada que, eventualmente y según el relato, se apoyará en un aspecto. Gone Girl es prueba de todo ello. Lo que sucede con Fincher es que él hace la diferencia entre la manipulación deliberada y la que es la forma narrativa.
Gone Girl, como casi todo su cine y particularmente Seven (1995) o hasta The Social Network (2010) por el parentesco que guardan en el aspecto policial y jurídico, respectivamente, también hace pistas a partir de los pequeños detalles y la información suelta, y todo con una doble función: el avance y enriquecimiento de la trama. La diferencia con Gone Girl está en hacia dónde se dirige y para qué nos sirve esa información si es que logramos captarla. Porque vale decirlo, si Fincher evoca muchas de sus obsesiones y puntos de vista en su cine y siempre se gana críticas por ello, hay que darle crédito y aplaudir su puesta en escena. El acomodo de los personajes y la fantástica construcción y dirección de los mismos trabaja al mismo ritmo que la intriga, crece con ella y no se opacan entre si. Con todo y que existen elementos que destacan como foco de atención, como el score de Trent Reznor y Atticus Ross (tan bueno que hay escenas donde es un distractor) y, sobre todas las cosas, la inolvidable e intensa actuación de Rosamund Pike como Amy Dunne (posiblemente la mejor que se ha visto este año). La dualidad que exige su personaje es abordada con tal sensibilidad y fuerza por parte de Pike que incluso Fincher, no tan partidario de los close ups, se permitió abrir y cerrar el filme con un rostro y mirada que lo es todo.
Con esta cinta, David Fincher confirma también su capacidad de observar, adaptar y retratar un tiempo. Su carrera, incluido naturalmente su paso por los vídeos, como registro social. De la suciedad y ofuscación de The Fight Club como exponente de la incertidumbre ante el Y2K, al encumbramiento de nuevos modelos informativos y sus consecuencias humanas (ascenso y caída) con The Social Network (2010), The Girl with the Dragon Tattoo (2011) y ahora Gone Girl. Un filme más refinado y estético donde, de cualquier forma, el sentimiento desolador de que nunca nada está ni estará bien vuelva a estar presente. Pero ahora con un toque por demás perverso que hiela la sangre.