PERFECTOS DESCONOCIDOS

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Por: Sergio Bustamante.

 

Grandilocuente, abigarrado y entregado como es Alex de la Iglesia (entre otras cosas) en sus películas, esperaría uno que Perfectos Desconocidos, su más reciente entrega, sirviera como un vehículo sin control que pasara por encima de todas las consecuencias que los smartphones y la hiperconectividad han traído a la vida moderna, esto es: la alienación, el sedentarismo mental, el sesgo de información, la falta de empatía, de observación, y hasta los males físicos en un largo etcétera.

Sin embargo, he aquí un sorpresivamente sutil De la Iglesia que no requiere moverse de un set y un pequeño grupo de personajes para levantar un filme que si bien llega al clímax rúbrica del cineasta, lo hace por una vía que ya poco había explorado.

Cierto que El Bar (2016) es antecedente directo de este logrado experimento y que antes con La Comunidad (2000) exhibió los rasgos que dominan en Perfectos Desconocidos, pero lo que sí es notable es la elegancia y contención del director para trabajar esta no original historia. Y es que vale preguntarse: ¿Se deberá este sentido de novedad a que Perfectos Desconocidos es el remake de una cinta italiana de apenas hace dos años (Perfetti sconosciuti, Paolo Genovese, 2016)? Es posible. De la Iglesia respeta con rigor su fuente, aunque ello no lo exime de trasladarla a sus terrenos de comicidad corrosiva y he ahí donde esa combinación adaptación/firma de autor funciona a las maravillas para la filmografía del cineasta vasco.

Un eclipse lunar sirve como excusa para organizar una cena a la que asiste un variopinto (y acomodado) grupo de amigos. Ágil pero llena de pequeños e importantes detalles, la narración se enfoca en dibujar la rutina o desgaste en las relaciones de cada de uno de ellos: Alfonso (Eduard Fernández) y Eva (Belén Rueda), los anfitriones en separación extraoficial y cuya hija adolescente es el único lazo; Antonio (Ernesto Alteiro) y Ana (Juana Acosta) con sus infidelidades secretas y triviales discusiones; Eduardo (Eduardo Noriega) y Blanca (Dafne Fernández), los más jóvenes del grupo con sus aspiraciones e ingenuidad; y por último Pepé (Pepón Nieto), el solterón eterno y bonachón.

Esas interacciones son trasladadas a una mesa donde la plática gira en torno a chismes, indirectas, problemas de pareja y un vino biodinámico. Se establece un escenario de amistades frágiles y de hipocresías sólidas. Y en ese contexto, la inocente Blanca (cero casualidades) propone un juego para imprimirle algo de emoción y novedad a la cena: todos pondrán su teléfono celular sobre la mesa y durante el resto de la noche cada mensaje, mail, llamada, foto, etc., que sea recibida será compartida con el grupo sin excepción. Como es de intuirse, las máscaras y los secretos van cayendo lentamente desembocando en una tragedia digna del mejor teatro.

Precisamente De la Iglesia se apoya mucho en un montaje teatral para construir y echar a andar a los personajes. La actuación colectiva es extraordinaria destacando Eduard Fernández y Belén Rueda como la pareja orquestadora del drama. La cámara diligente de Ángel Amorós los rodea y se mueve con ellos o los enfoca individualmente al tiempo que vamos conociendo quiénes son en realidad.

El punto inicial es, claro está, nuestra relación con los teléfonos celulares. ¿Hasta qué grado hemos depositado ahí nuestra vida? ¿Cuánto dependemos de ellos? ¿Y qué tanto son una extensión de nuestro verdadero yo? Creemos asegurar la intimidad pero basta un pasatiempo inofensivo para despertar el nervio de exponerse ante quienes se supone son como una segunda familia.

De la Iglesia convierte esa caja negra de desastres en una caja de Pandora que al abrirse destruye años de amistad y matrimonio y hace que los mejores amigos se conviertan en esos Perfectos Desconocidos que atinadamente propone el título.

Llena de momentos verdaderamente hilarantes, frases mordaces y actuaciones puntuales, la cinta logra convertir ese cuasi único escenario en una especie de Ángel Exterminador (Luis Buñuel, 1962) de este siglo. No es desorbitada la comparación con Buñuel. Mismas burguesías atrapadas; diferentes razones. Más aún: hacia su tercer acto la cinta da un giro igualmente surrealista que si bien no funciona del todo para el tono propuesto y hubiera sido preferible avocarse a la tragedia absoluta, sí ofrece un tono amargo sobre el egoísmo y el orgullo tan propio del hombre antes que optar por la sinceridad. Aceptarnos. La condición humana, pues. Retratada aquí de forma punzante, cercana, y sobre todo con un humor negro que lo mismo provoca risas que impacto. Alex de la Iglesia en su mejor forma.

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